Mi hermano me ha llamado por teléfono, a eso de las cuatro de la tarde de este sábado 27 de abril, y llorando me contaba que nuestra tía abuela Rosa Castro había muerto. Me lo decía con la voz rota y el alma herida, entonces yo estaba muy fuerte, entera, intentaba consolarlo a él, sin ser consciente todavía de lo que suponía para mí la muerte de Rosa. Rosa era una mujer increíble. Seguramente hay muchas personas así en el mundo, pero Rosa era tan especial. Una señora muy alta, inteligente, alegre, que estaba muy adelantada a su época. Ella emigró a Brasil con su marido y dos de sus hijos, una hija quedó en Galicia al cuidado de su abuela y bajo la tutela de mi abuela, su tía. Aquellos no eran buenos tiempos, como ahora, muchos eran lo que cogían la maleta y se marchaban a otros países en busca de un porvenir mejor. Ella se fue a Río de Janeiro. Y allí fue donde murió. Pasó temporadas en España y en esos períodos la conocí. Rosa me fascinó desde el momento que tuve edad para fascinarme, es decir, desde que la conocí. Era energía andante, luz, sonrisa. Tenía inteligencia humana, era capaz de saber lo que tu alma estaba pensando, y te daba lo que necesitabas escuchar en forma de sabias palabras. Cuando muchas de las mujeres de su edad no tenían ni idea del funcionamiento de una cámara de fotos, ella iba con una de esas kodak siempre encima, inmortalizando cada vuelo de mariposa, cada flor abierta, cada árbol y luego las llevaba a revelar, y te las enseñaba con toda la ilusión del mundo.
Ahora mismo acabo de sentir esa necesidad de abrazarla, la memoria del cuerpo sensitivo está trabajando en sus añoranzas. Me pasa lo mismo con mi madre, de vez en cuando trato de refrescar esos recuerdos de su proximidad física, de sus abrazos, y siento sus brazos regordetes y cálidos envolviéndome, y su rostro pegado al mío, y rescato de mi memoria el tacto de su mano cuando la cogía, incluso despierto la sensación de su mano quemada, sin deditos, hecha un muñón, envuelta por la mía. O esa imagen suya de cuando hacía ganchillo con su mano herida. Es que cuando mi madre tenía poco más de un año se quemó la mano, es curioso pero cuando eso sucedió, Rosa estaba cerca, vivía en la misma aldea, en Santabaya. Al parecer, mi abuela la dejó sola en casa con un fuego encendido, y la niñita, que ya gateaba, mi mamá, fue hacia el fuego, atraída por su calor y su color rojizo amarillento, y ahí fue donde se quemó, en ese instante, esa niña herida quedaría marcada de por vida.
En una ocasión, un amigo, cuando salió el tema de que me gustaba escribir, y que tenía un blog, este amigo, como decía, me dijo que yo siempre escribía sobre lo mismo. No quise profundizar en la definición que dio sobre mis textos, me hizo reflexionar. ¿Lo mismo significa tristezas? ¿Lo mismo es la forma de escribir lo que siento? ¿Tengo una visión demasiado uniforme de la vida? ¿No soy lo suficientemente creativa para que se interesara en leerme? No lo sé, pero me pasa que desde que este amigo hizo ese comentario siempre le doy unas cuantas vueltas a mis textos y siento que no son interesantes para nadie más que para mí misma. Aunque también es cierto que últimamente pienso de otra manera mucho más constructiva. En el caso de que a mí me sucediera algo, mis hijos podrían saber lo que su madre pensaba y cómo su madre veía la vida en sus tiempos de niñez. Ellos ahora mismo son demasiado pequeños como para interesarse por mis escritos, pero quizás algún día sean de utilidad. Así que, Cristian y Lara, si estáis leyendo este texto después de unos cuantos años de ser publicado y no estoy yo para dar la réplica, espero que os sintáis felices de estar en el mundo, aprovechad cada instante, disfrutad cada segundo que tengáis disponible, porque nunca se sabe. A pesar de estas tristezas, a pesar de que Rosa se haya ido para no volver, la vida sigue, igual que su vida siguió aun a pesar de que se muriera su marido, o su papá querido: el carpintero creativo. Es un círculo, una rueda interminable, ellos se van, pero otros vienen. Mi sobrinita Claudia sonríe feliz al mundo que la acoge con sus gigantes ojos azules; y a la vez que la abrazamos lloramos por los abrazos de aquellos que ya no podemos abrazar.
Y en medio de todo eso y de todo esto, y de aquello otro: mi marido se ha ido a plantar patatas al huerto, y tomates, lechugas y demás verduras finas y apetitosas. Mientras yo recibo la llamada, mientras mi hija se come un bocadillo de nocilla que le acabo de preparar, mientras mi perrita Pati permanece tumbada en la terraza después de haberse zampado lo que ha quedado de la comida mezclado con su pienso. Más consciente que nunca de que lo que no se escribe, no existe, y de que si hay alguna historia bullendo en el interior de una es mejor que salga en forma de guiso palabrero antes de que muera seca y apenada en el fondo del frigorífico helado del desaliento.
Isolina Cerdá Casado
sábado, 27 de abril de 2013
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