lunes, 28 de noviembre de 2016

Horizonte imperceptible


Salía del hospital Severo Ochoa, aún con la cabeza dando tumbos por aquella confesión de una mujer anónima, que no me conocía de nada, pero que algo vio en mí, se sintió impulsada por aquella mujer, yo, que se ofreció a ir a por la sacarina. Había ido al hospital para ver a una amiga, fundamentalmente para apoyarla en unos duros momentos, sentía que tenía que tenía que verla físicamente e intuía que estaría allí. La semana anterior había habido un maratón de donantes de sangre en el hospital y me quedé con las ganas, así que pensé que de no estar o no encontrarla donaría, no sabía si por mi operación de febrero sería posible, pero sí, lo fue, el carcinoma basocelular era uno de los cánceres que permitían donar sangre una vez superado todo el proceso y pasado el tiempo suficiente. Al no responder a mi llamada fui directamente al banco de sangre. Pensé que sentada en aquella camilla, con el tubo de extracción puesto podría pensar en Mercedes, no sé, el resquicio del trabajo de ese viernes venía conmigo. Viernes maravilloso, lleno de nervios, sabiendo que lo había dado todo, pero consciente de que el todo podía mejorar y llegar al máximo. Lo que nos pasa a los actores, en fin.
Justo cuando me sacaban la vía me llamó mi amiga. Pude verla, estar con ella, mostrarle mi apoyo. La cuestión es que tras despedirme de ella me fui directa a la cafetería, te dan un vale para que te tomes algo, cuatrocientos mililitros de sangre por un bocata y un café con leche, merecía la pena, no por ese vale, claro, todos sabemos de casos en los que se necesita esa sangre. Hallábame yo sentada en aquella mesa, abriendo el papel de film del bocata de jamón serrano y mirando ensimismada por esa gran pared de cristal que daba a la zona de aparcamiento, cuando aquella mujer se sentó en la mesa contigua a la mía, yo me percaté de que una persona se había sentado en esa mesa pero no había reparado en ella en detalle hasta que dijo en voz alta: "¡La sacarina! ¡Voy, y me dejo la sacarina!". Eso hizo que me volviese hacia ella y me di cuenta entonces de su avanzada edad, de su volumen corporal y de la relativa dificultad de movimiento. Así que me ofrecí a ir a por la sacarina. Ayuda que la mujer rehusó y agradecida por la voluntad se levantó y se fue hacia la barra del bar en donde estaban los sobrecitos de azúcar y sacarina. Yo volví a mirar hacia lo lejos, pensando una y otra vez en mi amiga, en lo difícil de su situación, en el dolor. ¡Qué familiar me resultaba todo eso! 
Volvió la señora, con su sacarina, yo seguía ensimismada, con la mirada allá a lo lejos, en un horizonte que no se podía ver, solo sentir. Y de pronto, volvió a hablar en voz alta, yo giré nuevamente la cabeza hacia la derecha, y ella siguió hablándome, supongo que desde el principio me hablaba a mí, o tal vez al horizonte y al ver que yo le prestaba atención enfocó el discurso hacia mi persona. Decía que estaba muy cansada, mucho. Yo pensaba: "Pues anda que yo, si te cuento mi finde te caes de culo". Pero mi pensamiento me lo guardé, y seguí escuchándola mientras comía el bocata. "Es que mi hijo tiene ataques de epilepsia, vengo de estar con él. Toda la noche con él. No he dormido nada, no he dormido. Y no había desayunado todavía. Soy diabética, sí, lo soy. Y mira a qué hora desayuno. Me acabo de tomar la pastilla." No sé muy bien a qué pastilla se refería, pero asentí. Entonces me dijo que a su hijo no le hacía efecto la medicación. Que se la habían cambiado y que se había caído, tres veces, durante la noche. Yo seguía con mi bocadillo, y la miraba de vez en cuando. Era una mujer muy corpulenta, tenía el pelo corto y algo despeinado, unas gafas con gruesos cristales cubrían sus ojos. Comía una napolitana de chocolate con cubiertos. "Vaya, pues lo siento. Los médicos no siempre aciertan con la medicación". "Claro que no"-añadió ella. "Si es que tú no te imaginas lo que estoy pasando", me decía con un trozo de napolitana de chocolate en la boca. "Lo imagino, eso es algo muy duro. Ver a un hijo en esas circunstancias." Le decía yo, apoyando sus palabras y mostrando comprensión. Me daba mucha pena y me conmovía realmente. Luego empezó a entrar en otros temas. "Lo que me pasa...si yo te contara...que ahora mi marido está en un juicio...una vergüenza...y todo por tocarle las tetillas a una niña. Doce años tenía. Ya ves." Fue horroroso escuchar eso haciendo el gesto de tocar pellizcando imaginariamente hacia delante. Seguía contando lo que le pasaba, el tono del discurso empezó a disgustarme, no sabía exactamente si lo que me decía era verdad. Su tono era el de una señora mayor, ese tono al que asocias sabiduría y coherencia, sin embargo no lo era, no estaba bien. Mi cabeza se iba volando, miraba de vez en cuando al horizonte, en el que estaba en un primer momento, ese en el que veía el dolor de una separación forzosa que se iba a volver a producir. Ese en el que la enfermedad lo ennegrecía todo y en el que solo la fortaleza vital de una mujer trataba de disminuir los efectos brutales del cáncer terminal. Entonces la mujer empezó a hablar de su marido. "Yo ya no le dejo dormir en mi cama. Si a lo mejor lo llevan a la cárcel, dos años, por no pagar. Lo que esos querían era dinero."  No debí seguir escuchando, sin embargo lo hice, no solo escuché sino que le pregunté si solo tenía ese hijo enfermo. Entonces me dijo que tenía una hija y un hijo más. Entendí que ella era abogada, la hija, pero reconozco que a esas alturas de la conversación yo estaba con la cabeza tan embotada que solo quería marcharme de la cafetería y dejar a aquella mujer con su napolitana. Envolví el resto de bocadillo y me despedí recomendándole que se cuidara bien, y que no se olvidara de ella misma para poder ocuparse de su hijo. No tenía que haber entrado en recomendaciones tontas. Quién sabe qué tipo de mujer era, a lo mejor calló cosas en su vida que jamás tenía que haber callado. No me pude quitar de la cabeza la imagen del marido haciendo eso a una niña. Lo peor de todo fue que en algún momento de ese monólogo que dejaba de serlo cuando yo abría la boca, ella dijo algo así como que el marido era tonto, que al menos tenía que haber disfrutado, que se iba a ir a la cárcel sin disfrutar. ¿Disfrutar? ¿disfrutar? Uf, qué horror, no sabía, tenía la cabeza llena de imágenes, horribles todas ellas. ¿Disfrutar? ¿de qué? ¿de quién?
Aquel desayuno reponedor fue horroroso, me abofeteó el alma, fue como si la vida me hubiera enseñado con aquella mujer y su historia un cuadro que también existe entre todos los cuadros que he visto en su museo. Visto, sufrido, sentido. Fue como si en medio de una ciénaga llena de barro empezaran a salir flotando pollos muertos. Salí corriendo. Al llegar a casa tuve la necesidad de escribir.

Isolina Cerdá Casado

jueves, 24 de noviembre de 2016

Lina, ay, mi querida Lina.


El domingo 20 de noviembre de 2016, es decir, antes de ayer, hubieras cumplido setenta años. La sola idea de imaginarte con esa edad me emociona. En ocasiones pensar en eso, pensarte caminando, respirando, mirando con esa mirada tuya tan especial el mundo que nos rodea me causa cierto bienestar, como una caricia, una caricia que me llega desde la memoria emocional. Estás en mí, en ellos, en la gente que siempre te quiso, que vivió contigo tantas cosas. Sí, estás. Estáis todos. Pero aun a pesar de eso, aun a pesar de que sigues aquí de alguna manera, no puedo ignorar ese vacío, esa necesidad física de tu abrazo, abrazo cálido, carnoso. Se lo dije a tus nietos ayer. "Ayer la abuela Lina hubiera cumplido setenta años". Ellos me preguntaron porqué no les había dicho nada. No sé, quería haberte escrito algo, escribo mucho, pero no sabía por dónde empezar, me faltaba el impulso, estaba como ensimismada, me sentía con falta de energía, toda esa energía que a ti te sobraba, ya ves. 
Supongo que no siempre es posible describir una sensación, estaba entre la soledad y el vacío pero con tantos matices que no podría aproximarme realmente con la palabra escrita al dolor concreto. Sí era dolor, ahora lo veo. 

Isolina Cerdá Casado

martes, 15 de noviembre de 2016

Café con miel y pies en la cabeza.


Estaba en el borde, bueno, en realidad un poco más arriba. Miraba la taza de café, tenía muchas cosas que hacer, no era prioritario estar ahí, sentada frente al ordenador, con una taza de café con leche, mi segundo café de la mañana, un resto de tostada me miraba con cierto aspecto suplicante, como si no quisiera que mi boca volviera a acercarse a ella, quería seguir viva, tal vez con el único objetivo de ver en qué quedaba todo eso. Lo de sentarme, lo de encender el ordenador, lo de ponerme a escribir al tuntún, lo de fotografiar el café, lo de necesitar hacer algo que se alejara de las rutinas del mantenimiento de la casa. Y era cierto que la casa me pedía a gritos atención, pero yo pasaba por alto sus demandas. El desorden reinante se hacía cada vez más visible, el espejo del baño te devolvía la imagen llena de motas, gotitas de pasta de dientes que mezclada con saliva de niña decoraban una parte importante del útil mueble. Sabía dónde estaba el limpiacristales, sabía que todo era cuestión de ir a por el trapo o incluso el papel de aquel rollo gigantesco, pero me faltaba el impulso. Nunca he sido ordenada, ni limpia, no más de lo necesario, pero es cierto que estaba llegando a un límite. Seguro que si trabajara por horas en la limpieza de la casa no dejaría que llegara a este grado de acumulación polvoriento. Ya, lo sé, si me pagara alguien, no sé quién claro, a lo mejor el dueño invisible de esta mansión. ¿Vivo en una mansión? Sí, cuando tengo que limpiar me parece una mansión. Luego, en la vida cotidiana es cierto que me faltan habitaciones. Aunque también es cierto que no me permito una queja, porque la verdad es que tengo mucha suerte. Tal vez necesitaría una manta nueva, una especial, una que me envolviera en esos momentos en los que te permites horas de asueto. Momentos en los que te plantas, y decides no hacer más de lo necesario para poder estar pulsando teclas, y que salga lo que tenga que salir. Pues sí, es una suerte poder hacerlo, solo la conciencia es la que me grita desde dentro, pero en ocasiones soy tan fuerte que me vuelvo sorda, y no la escucho. Ahora es uno de esos momentos. Como cuando llamo a mis hijos y se vuelven sordos ante todo sonido procedente de mi boca. ¿Ellos se vuelven fuertes frente a mí? Tengo las manos frías, congeladas, lo mismo que los pies. El calor está dentro tal vez en el músculo del miedo, el Psoas, lo acabo de conocer. Somos tan densos. Como el gran bote de miel, toda mi mente es una gran masa pegajosa y dulce llena de propiedades. Y sin embargo, ahí está, dentro del bote, creando poso. ¿Para qué quiero el poso? Estoy empezando a notar que la miel de mi masa gris está saliendo por las orejas y justo en este momento me cae por la frente un chorro pegajoso que trato de atrapar con la lengua. Es dulce pero cada vez que la saboreo un temblor de vida como un escalofrío brutal, me tambalea el alma. Mencionar el alma me traslada a otra dimensión. Deja el alma. No quiero.



    El alma es lo que empuja a la miel gris a recorrer mi cuerpo y volverme pegajosa. Yo me quiero pegajosa, yo me sé viva, yo me voy a limpiar el baño y luego volveré a sentarme a contar un cuento que venga de dentro, sin planificar, como un goteo de miel que sale porque los pies creativos no paran de saltar encima de la cabeza. Claro, por eso me duele, son los pies locos llenos de miel que bailan libres. ¿Te vas a limpiar el baño? ¿La conciencia ha aprendido a proyectar? Espero que la miel logre detenerla. 

Isolina Cerdá Casado






lunes, 14 de noviembre de 2016

Los maravillosos abrazos del Hada Mariposa


Caminaba por el bosque, estaba triste, no sabía muy bien qué provocaba su tristeza. No siempre tenía que haber un motivo. Muchas veces le ocurría así, estaba triste y ya está, sin un por qué. Aunque si lo pensaba bien, esta vez sí había un claro porqué. No, no quería pensar otra vez en las personas que se habían ido, pero se habían ido, por una enfermedad, sin querer irse, sin estar preparada para decirles adiós. Eso era, sí, que no podía encajar tanto adiós forzoso.
Pero bueno, lo que le ocurría en el momento del paseo era esa profunda tristeza que sentía por dentro, y que le pesaba como si cargara con una gran losa invisible. El paisaje era precioso, sí, grandes árboles, hierbas y arbustos enmoquetaban el suelo, pájaros, cervatillos...bueno, lo cierto es que no vio cervatillo alguno. Comenzó a oír un tintineo, como unas campanillas que se aproximaban, entonces se encontró de frente con ella. Un hada, era una hada mariposa. Sí, brillaba mucho para ser solo una mariposa y tenía un aura mágica que la envolvía. Era tan bonita que cualquier amago de temor se esfumó ante semejante aparición. El hada la miró, le sonrió y acto seguido la abrazó. 


Uf, fue una sensación maravillosa: calor amable, cariño regalado, afecto gratuito, generosidad mágica. El hada no sabía que era un hada, no sabía de su tintineo, ni de su brillo en la mirada. El hada se dejaba llevar por el impulso, por un impulso interno, tenía una necesidad, la de dar un poco de su calor de alma viva llena de energía. No podía saber el poder que tenía de curación, pero sí sabía que cada vez que abrazaba a alguien esa persona quedaba consolada y arropada, porque ese abrazo mágico permanecía envolviendo al alma. No siempre triste, a veces el alma esperaba ilusionada la llegada de su tintineo. Los abrazos de las hadas que mutan en mariposas son especiales, solo las personas que los reciben pueden saberlo. 
De vez en cuando hay que mostrarle al hada su poder y su grandeza, de ahí que hoy escriba sobre ella, para que sienta mi agradecimiento por esos abrazos mágicos, el mío y el de todas las personas que han sido receptoras de su abrigo suave y calentito.

Isolina Cerdá Casado

lunes, 7 de noviembre de 2016

Labios negros

   Había tenido una mañana muy atareada. Sonó el despertador demasiado pronto, al menos eso le pareció a ella, sin embargo, eran las siete y veinte, sí, no había error. Abrió los ojos como pudo y se fue directa al baño, se lavó la cara, los dientes, se peinó, se aseó y mientras se preparaba un café se dio cuenta de que no se había mirado al espejo. ¿Cómo era posible? Había estado frente al espejo del baño y sin embargo su mirada estaba ausente. El nervio óptico estaba en modo off. Pero, ¿y el cepillo? ¿y la toalla? ¿el mismo grifo del lavabo? ¿No debía mirar antes de acceder a ellos? Y sobre todo, ¿no tenía que mirarse a sí misma? Por lo visto no lo necesitó. Claro debió ser el piloto automático. Volvió al baño, se miró. Uf, estaba horrorosa. Prefirió no indagar más en la caricatura que le devolvía el espejo. Se fue a despertar a los niños. Su tono empezó a elevarse cada vez más, sin embargo los niños parecían atender inversamente al volumen de sus gritos. Ellos también estaban en modo off, no la escuchaban. Así que el momento del desayuno fue un caos, lo mismo que la ida al cole, lo mismo que la llegada a aquella ciudad desconocida, lo mismo que su cita con el que podía ser su jefe. 
    Estaba sentada en la sala de espera, la secretaria le dijo que en un minuto la recibiría el señor García. Aquella mujer que custodiaba la entrada de la oficina del Director general era muy guapa, estilizada, adecuadamente vestida, elegante, perfecta, eso pensaba ella, la mujer estresada que no tenía tiempo ni para mirarse al espejo. Se dio cuenta de que la secretaria del señor García la miraba con cara rara, como si algo no cuadrara en su perfeccionamiento vital de perfecta gestora de agendas y personas. No le extrañó, al fin y al cabo ella era totalmente la imagen opuesta de la perfección. La puerta del Director tenía un cristal opaco, que devolvía la imagen de todo aquel que se colocaba frente a él. Y justo en ese momento ocurrió, sintió como si su seguridad se hubiera derretido y toda ella se viera desprendida de esa armadura tan necesaria cuando estás a unos minutos de un cambio de vida. Ese hecho apenas duró tres segundos, tiempo necesario para coger el pomo de la puerta, ver su imagen reflejada en el cristal y adentrarse en ella. ¡Se había pintado los labios de negro! Un negro perceptible, llamativo, chillón. Entonces, por fin, fue consciente de que algo no iba bien, justo en el momento en el que se dio cuenta de que se había pintado los labios con el rotulador permanente. Entonces, cuando se adentró en aquella oficina y vio a aquel señor sentado en un cómodo sillón de jefe, de piel negra y brillante, fue consciente de que algo había de bueno en aquellos labios. ¡Hacían juego con el sillón de aquel particular dios con la capacidad de cambiar el rumbo de su vida! Pero de pronto sucedió que le dio un ataque de risa, a la mujer, el señor García seguía con su cara de mueble de madera maciza. Tanto se desternilló que la secretaria del director abrió precipitadamente la puerta con el espejo opaco, con tres segundos de refuerzo supuso la mujer, preguntando si es que le ocurría algo a la señora de labios negros.

Entonces, la mujer se agachó, se levantó la capa de seguridad y les dijo a su ex-posible jefe y a la ex-potencial compañera de trabajo, que tenía que marcharse a casa, necesitaba ir al baño con su nervio óptico dedicado cien por cien así misma. Y se marchó, alejándose de su ex-futuro lugar de trabajo, dispuesta a reparar la carencia de atención que había tenido con ella misma. 

Isolina Cerdá Casado

jueves, 3 de noviembre de 2016

Asunción

    Mi querida tía Asunción se fue al cielo. Ahora toca, otra vez, reorganizar la realidad, la vida nos sigue poniendo a prueba. Mostrándose una vez más en su crudeza más dura y difícil de asumir. En los últimos años, ya más de diez, mi relación con ella se reducía a las visitas que le hacía, dos, tres veces al año, en esos viajes que hacemos de Madrid a Crevillente la iba a ver. Ella vivía en una cueva, en aquella cueva en la que mi abuela me ofrecía horchata de arroz, en una casa misteriosa y muy especial. Entrabas en su espacio mágico, con sus macetitas, con algún pájaro, con sus perritos de los que siempre hablaba con cariño, y te encontrabas con ella: una mujer grandísima, que te envolvía con sus brazos carnosos, con su abrazo afectuoso, con su sonrisa inconfundible, con su comprensión. Preguntaba por tu vida con mucho respeto, a mí me encantaba su forma de entender a los demás, de ponerse en el lugar del otro, del gran apoyo que era para sus hijos y sus nietos, hasta para mí. Con ella, cuando me sentaba en su sofá y hablaba conmigo, me sentía comprendida, sentía su apoyo. Tal vez no eran las palabras, era como el alma, sí, como si mi alma reconociera en ella un alma amiga. Es cierto que no la veía mucho, que no compartía sus momentos cotidianos, o esos momentos en los que el nerviosismo se apodera de nosotros, el estrés, no sé. Ella nunca se mostró nerviosa conmigo, o enfadada, solo tengo recuerdos de su sonrisa, de su mirada. Ahora, cuando me siento por fin a escribir sobre su recuerdo, añoro no haber compartido más momentos, no sé, bueno, sí sé, cocinar con ella, acompañarla en otras facetas de su vida, ella fue precisamente la que me habló de la mermelada de tomate, que ahora disfruto.  ¡Cuántos tesoros que tal vez hubiera podido tener si hubiera estado más tiempo con ella! Creo que esta especie de añoranza es buena, significa que ella siempre será una persona importante en mi vida, de cuyo recuerdo nunca se desprenderá esta memoria selectiva que tenemos.
No podemos retroceder en el tiempo, lo único que se puede es aprender, sacar un aprendizaje vital de lo vivido que nos ayude, que nos sirva para seguir construyendo una vida, para caminar con energía, cargados de sueños.

    Tu recuerdo me enriquece, querida tía, gracias por haberme recibido siempre con una sonrisa, gracias por apoyarme, gracias por quererme. Todavía no he encarnado tu pérdida, todavía no me lo creo aunque estuve ahí, acompañando tu cuerpo, acompañando a tus hijos y a todas las personas que te han querido, llorando. Descansa en paz y ten por seguro que cada una de las semillas que plantaste están dando su fruto, que tienes flores preciosas llenas de colores vivos poblando tu jardín. Te quiero mucho y siempre estarás en mi corazón.

Isolina Cerdá Casado

Pos pandemia. Corazón postraumatizado.

      Hoy, ahora, hace un momento, me dio por hacer limpieza del bolso. Mi bolso es una especie de contenedor de vida, también de objetos pu...