martes, 15 de noviembre de 2016

Café con miel y pies en la cabeza.


Estaba en el borde, bueno, en realidad un poco más arriba. Miraba la taza de café, tenía muchas cosas que hacer, no era prioritario estar ahí, sentada frente al ordenador, con una taza de café con leche, mi segundo café de la mañana, un resto de tostada me miraba con cierto aspecto suplicante, como si no quisiera que mi boca volviera a acercarse a ella, quería seguir viva, tal vez con el único objetivo de ver en qué quedaba todo eso. Lo de sentarme, lo de encender el ordenador, lo de ponerme a escribir al tuntún, lo de fotografiar el café, lo de necesitar hacer algo que se alejara de las rutinas del mantenimiento de la casa. Y era cierto que la casa me pedía a gritos atención, pero yo pasaba por alto sus demandas. El desorden reinante se hacía cada vez más visible, el espejo del baño te devolvía la imagen llena de motas, gotitas de pasta de dientes que mezclada con saliva de niña decoraban una parte importante del útil mueble. Sabía dónde estaba el limpiacristales, sabía que todo era cuestión de ir a por el trapo o incluso el papel de aquel rollo gigantesco, pero me faltaba el impulso. Nunca he sido ordenada, ni limpia, no más de lo necesario, pero es cierto que estaba llegando a un límite. Seguro que si trabajara por horas en la limpieza de la casa no dejaría que llegara a este grado de acumulación polvoriento. Ya, lo sé, si me pagara alguien, no sé quién claro, a lo mejor el dueño invisible de esta mansión. ¿Vivo en una mansión? Sí, cuando tengo que limpiar me parece una mansión. Luego, en la vida cotidiana es cierto que me faltan habitaciones. Aunque también es cierto que no me permito una queja, porque la verdad es que tengo mucha suerte. Tal vez necesitaría una manta nueva, una especial, una que me envolviera en esos momentos en los que te permites horas de asueto. Momentos en los que te plantas, y decides no hacer más de lo necesario para poder estar pulsando teclas, y que salga lo que tenga que salir. Pues sí, es una suerte poder hacerlo, solo la conciencia es la que me grita desde dentro, pero en ocasiones soy tan fuerte que me vuelvo sorda, y no la escucho. Ahora es uno de esos momentos. Como cuando llamo a mis hijos y se vuelven sordos ante todo sonido procedente de mi boca. ¿Ellos se vuelven fuertes frente a mí? Tengo las manos frías, congeladas, lo mismo que los pies. El calor está dentro tal vez en el músculo del miedo, el Psoas, lo acabo de conocer. Somos tan densos. Como el gran bote de miel, toda mi mente es una gran masa pegajosa y dulce llena de propiedades. Y sin embargo, ahí está, dentro del bote, creando poso. ¿Para qué quiero el poso? Estoy empezando a notar que la miel de mi masa gris está saliendo por las orejas y justo en este momento me cae por la frente un chorro pegajoso que trato de atrapar con la lengua. Es dulce pero cada vez que la saboreo un temblor de vida como un escalofrío brutal, me tambalea el alma. Mencionar el alma me traslada a otra dimensión. Deja el alma. No quiero.



    El alma es lo que empuja a la miel gris a recorrer mi cuerpo y volverme pegajosa. Yo me quiero pegajosa, yo me sé viva, yo me voy a limpiar el baño y luego volveré a sentarme a contar un cuento que venga de dentro, sin planificar, como un goteo de miel que sale porque los pies creativos no paran de saltar encima de la cabeza. Claro, por eso me duele, son los pies locos llenos de miel que bailan libres. ¿Te vas a limpiar el baño? ¿La conciencia ha aprendido a proyectar? Espero que la miel logre detenerla. 

Isolina Cerdá Casado






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