miércoles, 21 de diciembre de 2016

¡Más mantas, por favor!


Se sentó ante el ordenador, acababa de ver un vídeo en el que una periodista musulmana gritaba la pasividad del mundo ante lo que estaba pasando en Aleppo. Dos días antes había ocurrido un atropello en Berlín, no fue un accidente, alguien condujo un camión hasta un mercado navideño con la intención de arrasar con todo. Ella no sabía qué escribir, pero se había sorprendido con una extraña reacción, interna, todo ocurrió en sus adentros, tuvo una especie de visión. Era raro, ella no solía tener visiones, aunque era cierto que tenía una gran imaginación que aunque no había desarrollado lo suficiente, sí era consciente de ella. La visión era clara: había una gran cama, sobre la cama un hombre, tembloroso, de facciones muy alargadas, delgado, como si estuviera consumido no tanto por el hambre sino por una fuerza interna extraña. Estaba como encogido, no llegaba a ser una posición fetal, pero se estaba aproximando a ella. Pelo negro, barba hirsuta y densa. Entonces alguien le tapaba con una manta, era una manta muy cálida y gruesa. La mirada del hombre no se alteraba, miraba al horizonte, tal vez veía el horror, había espanto en la profundidad de sus adentros. Era mucho el dolor que había producido, dolor por dolor tal vez, dolor que ya no mira nada, que no empatiza. Pero él, él era arropado, su cuerpo frágil cubierto con una manta. El niño del hospital, la niña que consiguió huir, el joven que gritaba la impotencia vía twitter, todos ellos sostenían la manta. 


El amor cambiará el mundo. 
El amor, ¿qué es eso? No, doctor, no sé hacia dónde vamos pues hay más armas que mantas, y todos sabemos que con las armas matamos pero con ellas somos incapaces de abrigar a nadie. 


Isolina Cerdá Casado

martes, 20 de diciembre de 2016

El contagio navideño de la mujer de bronce.



Había mucha luz pero estaba lloviendo. Alguien le prestó el paraguas, se lo colocó en la cabeza, cubría también sus hombros. Pero la mujer que le dejó el paraguas no fue consciente de que el resto del cuerpo estaba empapado. Aquella mujer inmóvil no tenía ninguna gana de adentrarse en ese estado navideño en el que todo el mundo se empeñaba en introducirla: guirnaldas, árboles, bolas de cristal de colores, luces y más luces por todos los lugares. Ella solo quería permanecer ahí, semitumbada, mirando al vacío, recordando viejos tiempos en los que todo era una fiesta, en los que no conocía esa sensación que de un tiempo a esta parte la embriagaba por dentro, esa especie de vacío que producían las ausencias, o los dolores, o qué se yo. Entonces alguien llegó, quizá fuera un trabajador del Ayuntamiento de Leganés, con más o menos entusiasmo, se situó frente a su mirada y le colocó un árbol de navidad, era un árbol gigantesco, altísimo, lleno de bolas blancas y marrones. Para desespero de la mujer de bronce no podía salir corriendo, el material del que estaba hecha no se lo permitía, obviamente tampoco podía volver la cabeza hacia otro lado. Entonces tras un período de crisis optó por mirar hacia delante, era algo obligatorio pero podía no haber visto aun con los ojos abiertos, ella lo hizo, e intentó ver el lado bueno de esa navidad que le habían colocado delante. Y para su sorpresa, sí había un lado bueno, siempre lo hay, en todo. 
Entonces se dio cuenta de que la ilusión es renovadora, purificadora y contagiosa. La ilusión ajena se contagia, sí y más la de los niños. A su lado pasaba mucha gente, mucha: niños y niñas, personas mayores, jóvenes que se acercaban al Centro cultural José Saramago. Nadie bailaba alrededor del árbol, es cierto, pero de vez en cuando un niño se acercaba y miraba hacia lo alto, sorprendido y emocionado por lo gigantesco de aquel árbol de navidad callejero. Y esa sonrisa inocente era mágica, sí, era contagiosamente mágica, no importaba que hubiera un vínculo familiar, la alegría de los niños y las niñas en navidad es el verdadero sentido de la fiesta. Es el reconocimiento de que en algún momento todos hemos sentido esa ilusión del niño, hasta la mujer de bronce. 


Hay que proteger a los niños, cuidar su ilusión, cuidar su mundo mágico. A todos, a los del vecindario, a los de Madrid, a los de España, a los de Siria, a los de Alepo.

¡Feliz Navidad!

Isolina Cerdá Casado

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Peones azules en los pedidos online

    Hacía tiempo que no la veía, sabía que estaba trabajando. Al verla a la salida del cole fui a saludarla, me dijo que estaba nuevamente sin trabajo. Le habían contratado para un período determinado de quince días. Le pregunté que qué tal la experiencia, imaginaba que me respondería que bien o algo parecido, había trabajado para El Corte Inglés, gestionando los pedidos online. Sin embargo me quedé atónita cuando me miró con un gesto de insatisfacción y de tristeza. "El peor trabajo de mi vida, de verdad, no me he sentido peor en ninguno de los anteriores puestos". Era cierto que aunque trabajaba para gestionar los pedidos realizados a través de la gran empresa, no la había contratado directamente El Corte Inglés sino una ETT. De camino a casa, los niños correteaban, hablaban de sus cosas, y ella me iba detallando su experiencia. De vez en cuando se detenía, ella dejaba de hablar pero su mente seguía dándole vueltas, yo atendía a mi hijo ante alguna llamada de atención, o les cogía de la mano para cruzar el paso de peatones, pero ella seguía con esa mirada perdida en el triste recuerdo de aquella experiencia. Y volvía a esa especie de factoría de sueños, cuya efectividad económica era de primer mundo pero si se profundizaba en sus entrañas parecía estar ubicado en un país tercermundista. "Pasábamos por un control, no podías meter móviles, ni nada que no fuera útil para el trabajo. Nos daban media hora para comer, en ese tiempo no podías utilizar tu móvil, en estos tiempos era una especie de tortura, ocho horas de trabajo y en tu media hora de desconexión seguías incomunicado. La media hora de descanso no sabías cuándo te podía tocar" 
    Decía que varias veces la obligaron a irse a comer a las diez de la mañana, cuando su jornada acababa  a las 16:00, trabajaba ocho horas, la media hora de la comida no se la pagaban. ¿A quién podía apetecerle comerse un cocido o un guiso a esas horas? A las seis de la mañana cogía el autobús, que la propia empresa había habilitado para llevar a los trabajadores. No disponías de taquilla en la que dejar tus cosas antes de entrar a la zona de trabajo, lo cual había dado lugar a numerosos robos. El trato a los trabajadores fue nefasto, absolutamente degradante, su jefa más inmediata la trató como escoria. "Deja eso y haz aquello", la mandaban, "vuelve donde estabas, y que sepas que por dejar eso inacabado te podría despedir", "pero si tú me has mandado dejarlo así" "no quiero escuchar excusas tontas". Gritos, vejaciones verbales,... Ella contaba que durante el tiempo que duró aquella tortura no dejaba de pensar en que cada vez le quedaban menos días para terminar, en aquella temporalidad finita encontraba consuelo. Éramos peones vestidos de azul, los que iban de verde tenían una categoría superior y los de rojo, esos eran lo que llevaban el látigo.
El primer día el autobús que les tenía que recoger, a ella y a otros tantos trabajadores de la zona, no fue a buscarlos. Fue un sábado y tenía que ser la primera jornada de las quince firmadas en el contrato, no fue a trabajar, ni ella ni los otros compañeros que esperaban su llegada. Cuando les dieron la nómina comprobaron que ese primer día no solo no se lo habían pagado, cuando estuvieron disponibles y esperando a ser recogidos para ir a su puesto de trabajo, sino que les habían descontado 52 euros por absentismo laboral. Por una jornada de ocho horas le pagaban 34 euros y por aquel extraño primer día en el que no fueron a trabajar porque la empresa no cumplió con ese compromiso para ir a recogerles resulta que le descontaron 52 euros. Llamaron, reclamaron, pero le dijeron que no le pensaban pagar de otra manera, y que era inamovible la postura de la empresa.
Según parece en aquel espacio a parte de los colores asociados con su categoría correspondiente, estaban los empleados diferenciados entre sí por la empresa contratante. Los que trabajaban allí por parte de la ETT no tenían acceso a los espacios comunes de los que trabajaban directamente contratados por la gran empresa comercial. Lo supo muy bien, porque hubo algún día en los que pudieron tomar un café, cinco minutos, literales, y no les dejaban ni apoyar el cuerpo relajado sobre superficies frágiles, ¿más frágiles que un cuerpo expuesto a un nivel de presión elevadísimo? 

Cuando me contaba todo esto me entraron unas ganas locas de contarlo, había descrito una imagen de cómo se sentía que me llegó al alma. "Era como si fuéramos peones dirigidos por un látigo que manejaban personas como nosotros pero poseedores de un mono rojo, nosotros simplemente éramos máquinas." Máquinas en las que los botones eran las emociones que golpeaba el látigo de otro hombre máquina vestido de rojo. Sentir fortuna porque tu contrato tiene una duración determinada no debe ser fácil. Ella sabía sobradamente que había quien no podía elegir, y aun sabiendo y sintiendo la corrosión del látigo se veía obligada a volver, porque no hay otra opción si tienes que comer y dar de comer y no hay otro sostén económico en la familia. Una amiga que conoció aquellos días volvió a trabajar allí después de los quince días, no le quedaba otra. A veces no hay opciones, ella tenía opciones, era afortunada. Lo más indignante fue el trato, la impotencia ante los gritos. Tal vez le tocaron los peones rojos malos, es posible que alguno fuera bueno, quizá los verdes con los que se cruzó tampoco fueran amables, y era muy extraño que la opinión generalizada fuera la misma. 

¿No os ha pasado que vas por la calle y al ser testigo de una pelea en la que hay una persona violenta, al escuchar los gritos hacia la persona vulnerable, algo se encoge por dentro aunque no conozcas de nada a la persona receptora de la brutalidad? Es la empatía. Debe ser que allí, en aquel horrible lugar todos acababan siendo contagiados por esa actitud fría y desconsiderada, mal asunto cuando el objetivo final supuestamente es satisfacer sueños, de consumo claro. Tal vez ese es el error, el objetivo final real es el beneficio económico a toda costa.  

La verdad es que a partir de ahora cada vez que haga un pedido online será difícil no pensar en ese peón vestido de azul que tiene que preparar mi pedido y comprobar que todo está perfectamente colocado y empaquetado. 

La navidad me gusta, lo que no me gusta es que haya peones azules sintiéndose tan mal tratados, maltratados, por un engranaje cuidadosamente estudiado pero sin una exigencia básica: el respeto.

Isolina Cerdá Casado


martes, 13 de diciembre de 2016

Sangre e inspiración.


Una foto, dirigí el objetivo hacia el dedo, mi dedo, había mucha luz, estaba en la calle, y la cámara del móvil captó la sangre, captó el fluido vital. Fue una señal, a veces ocurre, no vas buscando nada y sin embargo lo encuentras. Tal vez mi sangre brillaba demasiado, y traspasaba carne y piel, era coqueta, quería que la captara la cámara, quería ser libre. Tómame, anda, loco objetivo, alocada escribidora, toma mi imagen y déjate inspirar.


Hoy conducía mi coche, de vuelta del cole, de dejar a los niños en el colegio. Había mucha niebla, un ambiente otoñal típico, en el que el frío, las hojas caídas y la poca visibilidad te llevaba a lugares en los que la vida pasa de lejos, como siendo observada por unos ojos curiosos sabedores de que algo tienen que hacer para colaborar con el mundo. Mi mente volvió a lo de siempre, la escritura. Un señor se acercaba a paso lento al borde de la carretera,  se disponía a cruzar el paso de peatones. Yo circulaba muy despacio y me detuve con tiempo suficiente para verlo llegar despacio, y cruzar con cierta dificultad, tenía algún problema físico, no sé de qué índole, si accidental o enfermizo, transitorio o permanente. No sé, el caso es que caminaba con dificultad, su pelo era blanco, caminaba solo pero con determinación. Tal vez se estaba obligando a ello, en ocasiones nos falta el impulso y aunque no nos pasa nada físicamente (o sí en la mente) somos incapaces de caminar. Y este hombre lo hacía. ¡Qué tonta! De repente lo vi, era el ejemplo perfecto, el modelo a seguir, la conducta a imitar. Caminar a pesar de la dificultad. Cojeaba ligeramente, y el movimiento de su cuerpo estaba determinado por un ritmo marcado por una especie de contractura brutal que  debía abarcar al menos la mitad de su tronco. 
Tuve el impulso de pararme a un lado y preguntarle, a dónde iba, qué le pasaba, a qué se dedicaba... Quise saber más de su vida, de la vida de una persona anónima, era como si mi alma movida por una gran curiosidad trascendental quisiera saber más de él. ¿Cuál es tu secreto? ¿Qué te motiva? ¿Por qué te has levantado de la cama y aun a pesar de la dificultad te diriges a algún lado? ¡Tenemos tanto que aportarnos! No estamos solos, tal vez tu visión es lo que yo necesito escuchar, tal vez su ayuda es lo que necesitamos.
El otro día estuve tomando café con unas personas a las que no conocía, llegué hasta su casa por mi marido, por la afición común a los pájaros. Grandes personas, que se sinceraron, que compartieron sus miedos, y también su valentía. A ella le acababan de diagnosticar un cáncer de colon, tenía miedo pero ella era valiente, tenía un buen diagnóstico, estaba localizado, era operable y no había metástasis. Ella dijo: "Le dije a mi marido que no quería escuchar un no, que yo ya había elegido el Sí, sí se puede, lo mismo que elegí cuando operaron a mi nieta a corazón abierto". Pues sí, sí, sí, como dijo Divaldo Pereira Franco en aquella conferencia maravillosa: uno puede enfermar pero tiene que tener una actitud saludable. Yo asentía, asentía, sabía muy bien de lo que estaba hablando, lo sabía casi todo. Yo un día pensé que no me quería morir, que me daba miedo la muerte, ese día también pensaba que si no tuviera hijos, o éstos fueran mayores no me daría tanto miedo irme. Pero eso es falso, no te quieres morir porque siempre hay algo que puedes hacer por mejorar el mundo, bueno y por más cosas claro. En fin, que hoy empiezo otro proyecto, y tiene que ser hoy, la imagen de ese hombre me ha impulsado, la llamada de mi padre también, palabras de apoyo a la creación, y ese sí maravilloso de la mujer valiente.

Isolina Cerdá Casado

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Una pinza blanca en medio de un paisaje otoñal


Cuando vi a la pinza con esa tristeza vital le dije: "Mira, ya está. Tu desidia se va a acabar. Aparca la ropa a un lado, vente, engánchate a mi oreja y vamos a dar un paseo".

A veces un paseo es la solución. Un paseo con los ojos bien abiertos. 
Mirando ese cielo azul maravilloso, sin una nube grisácea, especialmente cuando llega después de días y días lluviosos, que sin quererlo coincidían con hechos tristes.
Ver el cielo y sentirlo.







Admirar a ese ángel que tocaba la melodía de una navidad incipiente, que empezaba a caer sobre nosotros sin pensarlo, rápidamente, sin tiempo de digerir estados. Dejándose rebozar por esas gotas de rocío que aún conservaba la hierba cubierta del manto blanco de la noche, repleta de gotas frías y blanquecinas procedentes de los sueños nocturnos. La pinza no quería otra cosa que no fuera seguir mirando, seguir sintiendo, seguir caminando. Aunque fuera colgada de mí, de mi cazadora negra, al ver el dolor que me causaba en la oreja se soltó de ella y decidió dejar de aplastar la carne lobular para asirse con fuerza a la prenda que me protegía del frío. Las hojas caídas le inspiraban relatos de amor frustrados por la mala suerte. Pero ella era afortunada: una pinza blanca que había conquistado la ciudad con su mirada abierta.
 Mucha gente miraba con curiosidad a la mujer que manejaba la pinza con soltura y la fotografiaba con emoción. Pero ella era ajena a todas las miradas, solo quería ilustrar ese paisaje otoñal tan terapéutico con la ayuda de una sencilla pinza blanca.



Isolina Cerdá Casado


martes, 6 de diciembre de 2016

Breve historia del dolor.

No quiero ser negativa, es simplemente que quiero constatar que el dolor del alma no siempre se reconoce, ojalá nunca tuviéramos que conocerlo. La primera vez que lo sentí fue algo nuevo, duro, triste, insoportable, pero nuevo. Lo sentí en el pecho, justo en el plexo solar, ahí donde llega el impulso de la lágrima que surca mejillas. Era extraño porque no estaba producido por una herida, no sangraba, ni era fruto de una caída, ni de un golpe tonto. Se originó como consecuencia de algo, algo físico, la transformación de la energía en otra cosa, y ese proceso golpeó el alma, no se vieron puños, ni machetes, ni martillos. Fue cosa del conocimiento, el básico, el que no entendía nada y que, al no entender, producía un nudo, que tampoco era visible, pero que se sentía con una presión desconocida en el pecho. El primer contacto con la muerte de un ser querido dio lugar al nacimiento de la sensación, y fue como el nacimiento de un río, ya no desapareció jamás, simplemente aumentaba de caudal conforme la vida iba transcurriendo. En ocasiones había tanta lluvia que se desbordaba el río, entonces la cuenca anterior no servía, y no había contención. No se podía disimular el dolor, y simplemente  se desbordaba. 
Hoy he vuelto a ir al tanatorio, este año he ido demasiadas veces. Y ese dolor, el dolor, ese, ese del pecho, ese que te presiona fuerte, que casi no te deja ensanchar la caja torácica, ese dolor me fue descrito, ella se presionaba en el pecho y me decía: "Aquí, tengo un dolor aquí, muy fuerte, tan fuerte que casi no respiro, como si algo no pudiera ser contenido, como si se me rompiera ahí dentro algo." Era la fuerza del agua, del golpe, de la transformación de la energía. Pero también era esa necesidad de apego a lo físico, el alma vuela libre, se transforma, viaja, pero ese cuerpo al que también hemos querido porque era el contenedor de nuestra alma querida deja de tener vida, es materia pero era la materia que contenía el alma amada. 

Isolina Cerdá Casado

Pos pandemia. Corazón postraumatizado.

      Hoy, ahora, hace un momento, me dio por hacer limpieza del bolso. Mi bolso es una especie de contenedor de vida, también de objetos pu...