Sueños
No quería saber nada de lo que pasaba
afuera, qué más le daba, todo había perdido su sentido. Ya no se interesaba por
las cosas que contaban en las noticias, no quería saber nada de lo que había
pasado en aquel acontecimiento popular donde por lo visto una bomba había
acabado con la vida de tres personas en Boston, una de ellas era un niño de
ocho años. Ocho, esa era la edad que tenía Miguel cuando se vino a vivir al
barrio, ayer habría cumplido treinta y dos, de no ser por… No, no lo quería
recordar. Era mejor guardarse los recuerdos en una cajita dentro de su corazón,
que nada los enturbiara, no fuera a ser que al mencionarlo se borrara un
cachito de todo aquello que había compartido con él. No le importaba nada.
Prácticamente estaba dejándose morir, de seguir así, tarde o temprano su
corazón dejaría de latir. Nadie llamaba a su puerta, ella había silenciado el
timbre, y permanecía a oscuras en la parte de la casa más alejada de la entrada:
su dormitorio. No quería ser molestada por nadie; el teléfono móvil dejó de
sonar tras decidir que no lo cargaría nunca más. Tenía derecho, maldita sea,
era lo único a lo que podía aspirar, o al menos era lo único que deseaba: que
nadie la molestara.
Ella pensaba que un sueño nunca se podía
romper, era incapaz de imaginárselo, cómo destrozar un deseo soñado, ¿acaso es
posible cortar, aplastar, matar, desbaratar una idea abstracta en tu cabeza que
solo tu corazón es capaz de concretar? Desde niña había creído en los sueños, y
sabía que tarde o temprano se realizaban porque si uno quiere algo con mucha
fuerza el universo se confabula para que sea posible. Tal vez su padre cuando
le contaba aquellos maravillosos sueños en forma de cuentos, y cuando le
hablaba del mundo creativo e irreverente de la imaginación, excluyó esa parte
menos agradecida de los sueños: la parte en la que uno deja de soñar, y se va
apagando poco a poco. ¡Claro! Ella se encontraba en ese punto de apagado
forzoso, su padre no estaba, ya no estaba. Vaya, con los padres, también esa
idea se había frustrado, siempre pensó que su padre nunca le abandonaría, y no
es que le abandonara, es que se murió. ¿Cómo se puede morir un padre? Un padre
bueno, al que quieres, de cuya boca han salido montones de palabras de amor,
cuentos y enseñanzas. ¿Es que ya era lo suficientemente madura como para no
necesitarle? ¿A caso no se dio cuenta de que no se lo había explicado todo? “¡Qué
asco de vida!” Era la expresión que había empezado a utilizar con demasiada
frecuencia de un tiempo a esta parte. Se daba cuenta de su estado de
hundimiento, permanecía noche y día metida en la cama, entre las sábanas,
resguardada de los rumores del mundo. Apenas unos gritos vecinales la sacaban
por momentos de su ensimismamiento. Y no es que estuviera loca, es que había
perdido el más pequeño halo de sus sueños, ya no resplandecía nada dentro de
ellos, estaban a oscuras en su pecho, sin pulso.
Los días transcurrían sin más, sin cosas
que hacer, no se podía hacer nada metida en la cama, como no fuera silbar, y lo
cierto es que nunca se le había dado bien. Su hermano ya se había encargado de
restregárselo en la cara, así que acabó por aborrecer el propio hecho del
silbido. No hacía más que pensar y pensar, reconocía que esa nula actividad
física le estaba pasando factura. Apenas movilizaba neuronas y el cuerpo estaba
empezando a cansarse de permanecer en la misma postura día tras día. Hasta que
una mañana, sabía que era ese momento del día porque entraba mucha luz a través
de la última rendija de la persiana, sintió una presencia. No era una cuestión
de entes fantasmales o algo así, no, era como si una parte de sí misma hubiera
decidido levantarse sin la otra parte. Se estuvo riendo un rato ante esa idea
absurda. Se imaginaba a la mitad de su cuerpo levantado frente a la cama
gritándole a la otra mitad sus harturas, su cansancio frente a esa pasiva
inmovilidad. Lo más raro de todo es que comenzó a escuchar voces, sabía que no
tenía que ver con enfermedades psicóticas, las conocía bien, sin embargo no
podían ser más que producto de su propia imaginación o fruto de sus
contradicciones internas.
Se preguntaba por la relación de los sueños
con las tragedias o con los hechos tristes. Ella tenía un sueño y
persiguiéndolo ocurrió algo que no esperaba, las luces se convirtieron en
sombras, y ya no pudo seguir soñando. Era eso papá, era eso lo que no me
llegaste a decir: que la vida está llena de obstáculos que te impiden alcanzar
aquello que crees que te va a dar la felicidad, como un sueño por ejemplo. Pero
en el fondo ella lo sabía, sabía que la vida no era fácil, porque el sueño
estaba inmerso en el propio impulso para alcanzarlo. Cuando era niña, su padre
le contaba un cuento cada noche, tanto ella como su hermano siempre esperaban
la llegada de ese momento; pero a la vez que su padre se inventaba una historia,
dentro de él bullían problemas mundanos que silenciaba para que no
entorpecieran ese ratito tan especial con sus hijos. Luego él luchaba cada día,
defendiendo la importancia de los sueños aun a pesar de que los suyos propios
se tambalearan en la cuerda floja.
Miguel era un buen amigo, de esos amigos de
los que uno habla con orgullo sincero, porque has compartido con él momentos
claves de tu vida. Los buenos amigos siempre están ahí, se convierten en una
especie de presencias celestiales que te acompañan, también a ellos te los
imaginas inmortales, casi como a un padre o a una madre, o incluso a un
hermano. Pero de pronto, sin esperarlo, sin estar preparada, sin haberte dejado
tiempo para hacerte a la idea, la vida se lo lleva y te deja desnuda, inválida
emocionalmente, totalmente vulnerable ante el sinsentido, y es ahí, en ese
momento cuando se empiezan a quebrar los sueños, y las ideas abstractas que se
concretaban dentro de ti desaparecen, se esfuman con los vientos de la
tristeza. Y en el momento que recibes la llamada, a la vez que te están
diciendo que tu mejor amigo ha muerto en un accidente absurdo, tú ya lo
empiezas a tener claro, no deseas seguir viviendo sin que él esté en este
mundo. Y ya lo sabes, todo se acabó, la noche se convertirá en eterna también
para ti, irás desapareciendo poco a poco, metida en tu cama, envuelta en la
oscuridad que ya ha impregnado todo tu ser.
Pero lo que ocurre es que ni si quiera
podía planificar un final, porque la vida siempre te sorprende, para bien o
para mal. Y de nuevo estaba sorprendiéndose al ver a esa mitad suya que se rebelaba
ante esa prisión incondicional impuesta por los barrotes de su profunda pena.
¿Cómo podía un brazo moverse sin su otro brazo? ¿Y cómo podía gesticular su
rostro sin tener al lado su simetría? ¿Qué pretendía esa pierna colgada de la
mitad de la cadera sin ser consciente de que en cualquier momento podría perder
el equilibrio y caer de bruces contra el suelo? O contra la cama, que casi era
peor, porque caería sobre ella, bueno, sobre la mitad de ella, sobre sí misma,
su otra mitad. Entonces, desde la oscuridad tremebunda y silenciosa su ojo
triste miraba a ese otro ojo lleno de fortaleza, y encontró en él cierto
parecido a esos ojos de su papá, que siempre la envolvían con ternura y cariño
cada noche, y cada día. Y ese ojo empezó a hablarle de los sueños, reconociendo
en él la mirada paterna llena de estrellas que la iluminaban. Entonces quiso no
mirar, tenía miedo, su padre hacía más de cinco años que había muerto, pero
parecía estar en esa mitad que se negaba a deshacerse entre las sábanas. En esa
lucha terrible por no mirar percibió media sonrisa que siendo suya, estaba
formada con la media boca rebelde y para su sorpresa encontró cierto parecido a
la sonrisa de su gran amigo. Miguel siempre se reía de todo, era capaz de
sonreír hasta en los momentos más inverosímiles, cuando su madre, la de Miguel,
se rompió un brazo intentando matar a un mosquito, éste no pudo dejar de reír
en unos cuantos meses; y siempre lo contaba de la misma manera: “Mi madre ha
querido matar a un mosquito a batacazos con su brazo y el mosquito sigue vivo,
aunque su cacería no fue del todo mal: ¡se cargó a su brazo! Jajaja…” También
se acordó de aquella vez que se le murió un pollito. Ella, toda triste y
disgustada le contaba lo que había sucedido. Queriendo que el pollo que su
padre le había regalado estuviera al sol, calentito y a gustito, lo sacó a la
terraza metido en una cajita de plástico transparente con rejitas por la parte
superior, con su agua y su comidita. Lo sacó por la mañana, a la fresca, cuando
el sol no calentaba en demasía, y al volver del instituto, se lo encontró
muerto por lo que parecía ser una insolación y ella no podía dejar de llorar.
Sin embargo, en cuanto se lo contó a Miguel, éste comenzó a troncharse de la
risa: “Mi querida amiga, no debes sentirte mal, desde luego frío no pasó.
Además que tu intención era buena, no pretendías asarlo con plumas y todo, pero
el pobre pollo viendo el triste futuro que lo esperaba decidió programar el
horno con ciertos años de antelación. Jajaja…” Sí, no había duda, era la
sonrisa de Miguel. ¿Pero cómo era posible semejante cosa? ¿Acaso se habían
puesto de acuerdo su padre y su mejor amigo para volver del más allá a
fastidiarle? ¿Querían que su vida se tornara más lúgubre de lo que ya lo era
sin tenerlos a ellos en el mundo? ¿O tal vez lo que sucedía era todo lo
contrario?
Empezó a darse cuenta de una serie de
cosas. A pesar de las desgracias ocurridas, a pesar de esas ausencias que tanto
la entristecían, había algo dentro de ella que la empujaba a levantarse, algo
que estaba en su interior más profundo, tal vez en el mismo lugar donde
residían esos sueños benditos que tanto sentido daban a su vida. Entonces lo
vio, lo que quedaba de ellos, de Miguel y de su padre, estaba ahí dentro, en
ese lugar mágico donde baila el alma triste. Ahí suenan las melodías de su
recuerdo, en su mano estaba recordarlas y hacerlas inmortales. Por la mejilla
de la mitad encamada empezaron a caer lágrimas, el ojo encharcado no podía
retener toda esa cantidad de pena acumulada; vio que también del ojo que la
miraba desde fuera de su tristeza brotaban lágrimas sin parar. Sintió que su
brazo triste, ayudado por su pierna triste se desprendía de aquel aglomerado de
ropa que cubría su medio cuerpo triste. Y entonces toda ella se unió, como un
gran bloque de piedra hecho de masa de sueños y de amor. Se sentó a los pies de
la cama y lloró.
Y en ese silencio mantenido durante días,
en ese silencio al que se amarró con fuerza después de haberse tenido que
despedir de su amigo del alma, cuando sintió que ya nada le importaba, se
agudizó su sentido auditivo de forma extraordinaria, y empezó a escuchar los
rumores de la vida, sentía gritos, alguien la llamaba, golpes en la puerta que
se intensificaban. Pero ella era incapaz de moverse, no podía, no le era
posible mover un músculo, todavía no sabía cómo había logrado sentarse a los
pies de su cama, notaba que tenía las mejillas húmedas, esa humedad le bajaba
por el rostro y recorría su cuello, parecía que la iba a estrangular. Se oyó un
gran estruendo, tan terrible que la hizo temblar de miedo, pero entonces
reconoció su nombre, la estaban llamando con desesperación, con un desaliento
que ella misma era capaz de reconocer. Su madre entró en la habitación, se
sentó junto a ella y la abrazó con fuerza, estuvieron enlazadas un buen rato.
Sentía que su mamá le secaba las lágrimas, la apretaba contra su pecho; ambas
mujeres lloraron juntas. Los bomberos esperaron en la puerta, petrificados por
la intensidad emocional de aquel encuentro, finalmente las dejaron solas en esa
delicada fusión.
Tras haber tocado fondo, los sueños de
Margarita volvieron a su lugar, retornó el sentido a su vida. Se dio cuenta de
que había aprendido muchas cosas, que esos seres queridos que se habían ido
para siempre estaban con ella, dentro de ella, y que mientras ella viviera,
ellos también vivirían. Se hizo escritora, que era lo que su padre quería ser,
así que su sueño realizado fue también el sueño de su papá, y aquellos cientos
de cuentos que cada noche les contaba su padre fruto de su creatividad
encontraron su camino en los cuentos que ella misma llegó a publicar. Eso sí,
antes de publicarlos se los contaba a sus hijos y le mandaba a su hermano un
correo con el cuento en cuestión. La risa de Miguel siempre hacía su aparición
en esos momentos en los que era mejor reírse que llorar, y agradecía cada
minuto de su vida que había podido pasar con él.
No le llegó a contar a nadie aquella visión
tan extraña de su cuerpo partido en dos mitades, ni de cómo la media boca le hablaba
a su otro medio cuerpo. Se limitó a guardárselo en un cofre en el que metía las
cosas extrañas e inconfesables que le habían pasado en su vida. Como nunca
jamás quiso contar aquella extraña aparición, cuando apenas tenía siete años,
de un duende maravilloso llamado Duendolín que la enseñó a cuidar los cuentos
como se merecían los personajes que salían en ellos. No quería que pensaran que
Margarita estaba loca.