jueves, 2 de mayo de 2013

Siguen pasando cosas

    Hoy, en este día extraño, festivo en Madrid, he vuelto a sentir emociones contrapuestas de sentidos vitales. Uf. No sabría decirlo muy bien, o tengo la sensación de que va a ser muy difícil de explicarlo con palabras. La vida pasa, tan rápido como una  hoja de otoño cae al suelo en una ráfaga de aire. Estábamos de fiesta en la parcela, celebrando el cumple de mi sobrina, cuando alguien cuenta un hecho que sucedió ayer mismo, es entonces cuando todo nuevamente vuelve a temblar, cuando te vuelves a dar cuenta de que los estados son pasajeros, que la felicidad es transitoria y que en cada época de tu vida se siente de una manera y la percepción del tiempo y de los acontecimientos es diferente.
    Ayer, cuando comprábamos el pan mi hija y yo en la tienda de abajo de casa, una ambulancia estaba aparcada en la puerta del portal vecino al nuestro, en ese momento llegaba la policía nacional, y yo pensé: "ha debido pasar algo gordo, tal vez un caso de maltrato, o un atraco, o que sé yo". Me guardé la imagen con la idea de comentárselo después a mi marido. Comíamos fuera de casa y llegamos a la hora de dormir prácticamente. Ni si quiera le dije nada, olvidé aquel asunto por otras cosas que pasaron en el día de ayer. La cuestión es que hoy me he enterado de que ayer, en ese momento que yo subía al coche y me percataba de la llegada de la policía nacional, una familia quedaba destrozada de una manera brutal. El padre, con 44 años, vecino nuestro, antiguo compañero de colegio de mi cuñada, murió ayer mientras veía la televisión, un infarto fulminante, padre de familia, su hija estaba viendo la televisión con él, le dijo que se hiciera a un lado para dejarle más hueco, y pensando que dormía lo dejó allí, a lo suyo, sin saber que algo grave había pasado. Cuando llegó la madre se dio cuenta de que algo no iba bien, los sanitarios de la ambulancia no pudieron hacer nada más que confirmar su muerte.
     Hoy, en este día peculiar, los niños saltaban en la colchoneta, unos cuantos los peques del grupo, había dos de tres años, una de cuatro, otra de cinco, otra de siete y mi sobrina de nueve añitos. Saltaban felices. Otros tantos jugaban al fútbol con algún mayor atrevido. Ellos eran ajenos a todas estas turbulencias que trae la vida, no tenían ni idea del valor de esa felicidad que estaban disfrutando, de la delicadeza de ese tiempo de inocencia. Sin embargo, mi cuñada, los miraba, a mi lado, las dos los mirábamos con esa especie de añoranza de los tiempos felices. Me decía: "Qué bonitos, podíamos grabar todos estos instantes, seguro que les gustaría verse dentro de diez años".
    Nunca se sabe lo que nos deparará la vida, siempre parece ser un misterio, como si no lo supiéramos. Éramos muchos, mucha gente reunida por un acontecimiento feliz, qué miedo daba pensar en que eso mismo que le ha pasado a este vecino le podía haber pasado a cada uno de nosotros. Aunque he de reconocer que yo he pasado épocas muy duras, y que en tiempos de aguas calmadas me ponía alerta, sentía que la vida volvería a manifestarse con un acontecimiento brutal, de esos trascendentes.
    Bueno, son las doce de la noche, tengo frío, mis dedos están helados, siento el cansancio pesado en mis pies, la tristeza que me invade, el miedo que me ahoga, y la morcilla de la barbacoa que reaparece en forma de incómodas repeticiones. Creo que debería ir a dormir, descansar, mañana será otro día, igual se me manifiesta un nuevo objeto queriendo protagonismo en uno de mis textos. Tal vez.

Isolina Cerdá Casado

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