Se sentó ante el ordenador, acababa de ver un vídeo en el que una periodista musulmana gritaba la pasividad del mundo ante lo que estaba pasando en Aleppo. Dos días antes había ocurrido un atropello en Berlín, no fue un accidente, alguien condujo un camión hasta un mercado navideño con la intención de arrasar con todo. Ella no sabía qué escribir, pero se había sorprendido con una extraña reacción, interna, todo ocurrió en sus adentros, tuvo una especie de visión. Era raro, ella no solía tener visiones, aunque era cierto que tenía una gran imaginación que aunque no había desarrollado lo suficiente, sí era consciente de ella. La visión era clara: había una gran cama, sobre la cama un hombre, tembloroso, de facciones muy alargadas, delgado, como si estuviera consumido no tanto por el hambre sino por una fuerza interna extraña. Estaba como encogido, no llegaba a ser una posición fetal, pero se estaba aproximando a ella. Pelo negro, barba hirsuta y densa. Entonces alguien le tapaba con una manta, era una manta muy cálida y gruesa. La mirada del hombre no se alteraba, miraba al horizonte, tal vez veía el horror, había espanto en la profundidad de sus adentros. Era mucho el dolor que había producido, dolor por dolor tal vez, dolor que ya no mira nada, que no empatiza. Pero él, él era arropado, su cuerpo frágil cubierto con una manta. El niño del hospital, la niña que consiguió huir, el joven que gritaba la impotencia vía twitter, todos ellos sostenían la manta.
El amor cambiará el mundo.
El amor, ¿qué es eso? No, doctor, no sé hacia dónde vamos pues hay más armas que mantas, y todos sabemos que con las armas matamos pero con ellas somos incapaces de abrigar a nadie.
Isolina Cerdá Casado
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