miércoles, 7 de diciembre de 2016

Una pinza blanca en medio de un paisaje otoñal


Cuando vi a la pinza con esa tristeza vital le dije: "Mira, ya está. Tu desidia se va a acabar. Aparca la ropa a un lado, vente, engánchate a mi oreja y vamos a dar un paseo".

A veces un paseo es la solución. Un paseo con los ojos bien abiertos. 
Mirando ese cielo azul maravilloso, sin una nube grisácea, especialmente cuando llega después de días y días lluviosos, que sin quererlo coincidían con hechos tristes.
Ver el cielo y sentirlo.







Admirar a ese ángel que tocaba la melodía de una navidad incipiente, que empezaba a caer sobre nosotros sin pensarlo, rápidamente, sin tiempo de digerir estados. Dejándose rebozar por esas gotas de rocío que aún conservaba la hierba cubierta del manto blanco de la noche, repleta de gotas frías y blanquecinas procedentes de los sueños nocturnos. La pinza no quería otra cosa que no fuera seguir mirando, seguir sintiendo, seguir caminando. Aunque fuera colgada de mí, de mi cazadora negra, al ver el dolor que me causaba en la oreja se soltó de ella y decidió dejar de aplastar la carne lobular para asirse con fuerza a la prenda que me protegía del frío. Las hojas caídas le inspiraban relatos de amor frustrados por la mala suerte. Pero ella era afortunada: una pinza blanca que había conquistado la ciudad con su mirada abierta.
 Mucha gente miraba con curiosidad a la mujer que manejaba la pinza con soltura y la fotografiaba con emoción. Pero ella era ajena a todas las miradas, solo quería ilustrar ese paisaje otoñal tan terapéutico con la ayuda de una sencilla pinza blanca.



Isolina Cerdá Casado


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