Caminaba por el bosque, estaba triste, no sabía muy bien qué provocaba su tristeza. No siempre tenía que haber un motivo. Muchas veces le ocurría así, estaba triste y ya está, sin un por qué. Aunque si lo pensaba bien, esta vez sí había un claro porqué. No, no quería pensar otra vez en las personas que se habían ido, pero se habían ido, por una enfermedad, sin querer irse, sin estar preparada para decirles adiós. Eso era, sí, que no podía encajar tanto adiós forzoso.
Pero bueno, lo que le ocurría en el momento del paseo era esa profunda tristeza que sentía por dentro, y que le pesaba como si cargara con una gran losa invisible. El paisaje era precioso, sí, grandes árboles, hierbas y arbustos enmoquetaban el suelo, pájaros, cervatillos...bueno, lo cierto es que no vio cervatillo alguno. Comenzó a oír un tintineo, como unas campanillas que se aproximaban, entonces se encontró de frente con ella. Un hada, era una hada mariposa. Sí, brillaba mucho para ser solo una mariposa y tenía un aura mágica que la envolvía. Era tan bonita que cualquier amago de temor se esfumó ante semejante aparición. El hada la miró, le sonrió y acto seguido la abrazó.
De vez en cuando hay que mostrarle al hada su poder y su grandeza, de ahí que hoy escriba sobre ella, para que sienta mi agradecimiento por esos abrazos mágicos, el mío y el de todas las personas que han sido receptoras de su abrigo suave y calentito.
Isolina Cerdá Casado
Precioso escrito.
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