Salía del hospital Severo Ochoa, aún con la cabeza dando tumbos por aquella confesión de una mujer anónima, que no me conocía de nada, pero que algo vio en mí, se sintió impulsada por aquella mujer, yo, que se ofreció a ir a por la sacarina. Había ido al hospital para ver a una amiga, fundamentalmente para apoyarla en unos duros momentos, sentía que tenía que tenía que verla físicamente e intuía que estaría allí. La semana anterior había habido un maratón de donantes de sangre en el hospital y me quedé con las ganas, así que pensé que de no estar o no encontrarla donaría, no sabía si por mi operación de febrero sería posible, pero sí, lo fue, el carcinoma basocelular era uno de los cánceres que permitían donar sangre una vez superado todo el proceso y pasado el tiempo suficiente. Al no responder a mi llamada fui directamente al banco de sangre. Pensé que sentada en aquella camilla, con el tubo de extracción puesto podría pensar en Mercedes, no sé, el resquicio del trabajo de ese viernes venía conmigo. Viernes maravilloso, lleno de nervios, sabiendo que lo había dado todo, pero consciente de que el todo podía mejorar y llegar al máximo. Lo que nos pasa a los actores, en fin.
Justo cuando me sacaban la vía me llamó mi amiga. Pude verla, estar con ella, mostrarle mi apoyo. La cuestión es que tras despedirme de ella me fui directa a la cafetería, te dan un vale para que te tomes algo, cuatrocientos mililitros de sangre por un bocata y un café con leche, merecía la pena, no por ese vale, claro, todos sabemos de casos en los que se necesita esa sangre. Hallábame yo sentada en aquella mesa, abriendo el papel de film del bocata de jamón serrano y mirando ensimismada por esa gran pared de cristal que daba a la zona de aparcamiento, cuando aquella mujer se sentó en la mesa contigua a la mía, yo me percaté de que una persona se había sentado en esa mesa pero no había reparado en ella en detalle hasta que dijo en voz alta: "¡La sacarina! ¡Voy, y me dejo la sacarina!". Eso hizo que me volviese hacia ella y me di cuenta entonces de su avanzada edad, de su volumen corporal y de la relativa dificultad de movimiento. Así que me ofrecí a ir a por la sacarina. Ayuda que la mujer rehusó y agradecida por la voluntad se levantó y se fue hacia la barra del bar en donde estaban los sobrecitos de azúcar y sacarina. Yo volví a mirar hacia lo lejos, pensando una y otra vez en mi amiga, en lo difícil de su situación, en el dolor. ¡Qué familiar me resultaba todo eso!
Volvió la señora, con su sacarina, yo seguía ensimismada, con la mirada allá a lo lejos, en un horizonte que no se podía ver, solo sentir. Y de pronto, volvió a hablar en voz alta, yo giré nuevamente la cabeza hacia la derecha, y ella siguió hablándome, supongo que desde el principio me hablaba a mí, o tal vez al horizonte y al ver que yo le prestaba atención enfocó el discurso hacia mi persona. Decía que estaba muy cansada, mucho. Yo pensaba: "Pues anda que yo, si te cuento mi finde te caes de culo". Pero mi pensamiento me lo guardé, y seguí escuchándola mientras comía el bocata. "Es que mi hijo tiene ataques de epilepsia, vengo de estar con él. Toda la noche con él. No he dormido nada, no he dormido. Y no había desayunado todavía. Soy diabética, sí, lo soy. Y mira a qué hora desayuno. Me acabo de tomar la pastilla." No sé muy bien a qué pastilla se refería, pero asentí. Entonces me dijo que a su hijo no le hacía efecto la medicación. Que se la habían cambiado y que se había caído, tres veces, durante la noche. Yo seguía con mi bocadillo, y la miraba de vez en cuando. Era una mujer muy corpulenta, tenía el pelo corto y algo despeinado, unas gafas con gruesos cristales cubrían sus ojos. Comía una napolitana de chocolate con cubiertos. "Vaya, pues lo siento. Los médicos no siempre aciertan con la medicación". "Claro que no"-añadió ella. "Si es que tú no te imaginas lo que estoy pasando", me decía con un trozo de napolitana de chocolate en la boca. "Lo imagino, eso es algo muy duro. Ver a un hijo en esas circunstancias." Le decía yo, apoyando sus palabras y mostrando comprensión. Me daba mucha pena y me conmovía realmente. Luego empezó a entrar en otros temas. "Lo que me pasa...si yo te contara...que ahora mi marido está en un juicio...una vergüenza...y todo por tocarle las tetillas a una niña. Doce años tenía. Ya ves." Fue horroroso escuchar eso haciendo el gesto de tocar pellizcando imaginariamente hacia delante. Seguía contando lo que le pasaba, el tono del discurso empezó a disgustarme, no sabía exactamente si lo que me decía era verdad. Su tono era el de una señora mayor, ese tono al que asocias sabiduría y coherencia, sin embargo no lo era, no estaba bien. Mi cabeza se iba volando, miraba de vez en cuando al horizonte, en el que estaba en un primer momento, ese en el que veía el dolor de una separación forzosa que se iba a volver a producir. Ese en el que la enfermedad lo ennegrecía todo y en el que solo la fortaleza vital de una mujer trataba de disminuir los efectos brutales del cáncer terminal. Entonces la mujer empezó a hablar de su marido. "Yo ya no le dejo dormir en mi cama. Si a lo mejor lo llevan a la cárcel, dos años, por no pagar. Lo que esos querían era dinero." No debí seguir escuchando, sin embargo lo hice, no solo escuché sino que le pregunté si solo tenía ese hijo enfermo. Entonces me dijo que tenía una hija y un hijo más. Entendí que ella era abogada, la hija, pero reconozco que a esas alturas de la conversación yo estaba con la cabeza tan embotada que solo quería marcharme de la cafetería y dejar a aquella mujer con su napolitana. Envolví el resto de bocadillo y me despedí recomendándole que se cuidara bien, y que no se olvidara de ella misma para poder ocuparse de su hijo. No tenía que haber entrado en recomendaciones tontas. Quién sabe qué tipo de mujer era, a lo mejor calló cosas en su vida que jamás tenía que haber callado. No me pude quitar de la cabeza la imagen del marido haciendo eso a una niña. Lo peor de todo fue que en algún momento de ese monólogo que dejaba de serlo cuando yo abría la boca, ella dijo algo así como que el marido era tonto, que al menos tenía que haber disfrutado, que se iba a ir a la cárcel sin disfrutar. ¿Disfrutar? ¿disfrutar? Uf, qué horror, no sabía, tenía la cabeza llena de imágenes, horribles todas ellas. ¿Disfrutar? ¿de qué? ¿de quién?
Aquel desayuno reponedor fue horroroso, me abofeteó el alma, fue como si la vida me hubiera enseñado con aquella mujer y su historia un cuadro que también existe entre todos los cuadros que he visto en su museo. Visto, sufrido, sentido. Fue como si en medio de una ciénaga llena de barro empezaran a salir flotando pollos muertos. Salí corriendo. Al llegar a casa tuve la necesidad de escribir.
Isolina Cerdá Casado
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