El
tren mágico
Era lo que faltaba, otra mala noticia a la
que hacer frente. Estoy cansada de tanto luchar, aunque soy muy consciente de
que la vida es un cúmulo de acontecimientos sucesivos y nada te asegura que
esas vivencias vayan a ser positivas. Al menos esta vez es algo familiar,
quiero decir que conozco sobradamente de qué se trata, por eso cuando escuché
la palabra oncólogo se me cayó el alma a los pies. Pero qué necesidad tiene él
de pasar por esto. Es así, viene así y no queda otra que torear al astado.
Se siente muy solo, aunque estamos
pendientes, y lo llamamos, y su hijo está con él todos los días, y no deja de
hacer sus actividades, la soledad le golpea el ánimo cuando baja la guardia. A
sus ochenta años, ya solo quedan unos días para su cumpleaños, coge su libreta
y va a su taller de poesía, quiere escribir un libro. En un karaoque canta unas
cuantas canciones y sigue soñando con el amor. Su mujer murió hace más de diez
años y aunque no la ha olvidado le gustaría encontrar a una compañera con la
que darle una patada a la soledad. Baila, cuando su desgastada cadera derecha
le deja, el desgaste de la izquierda lo hizo desaparecer con una prótesis.
A mí me gustaría evitar su sufrimiento,
pero a su edad las cosas se viven de otra manera. “No te preocupes hija, si
esto no es nada, yo quiero conocer a alguien…pero estoy bien, lo de la
operación es algo sencillo. Y bueno, lo que tenga que ser pues que sea, ya he
vivido muchas cosas, será lo que dios quiera.” Sus palabras desprenden paz, ya
no puede vivir nada peor de lo vivido. El dolor del alma no puede ser
aumentado. Perdió a su padre electrocutado tras una noche de tormenta, estuvo
al borde de la muerte con veintidós años; pasó una guerra civil y la
consiguiente posguerra; se le murió una hija de una forma absurda; su mujer lo
dejó solo tras cuatro años de lucha intensa con la enfermedad. Y aún me
sorprende su mirada, esa forma de ver la vida, su inteligencia vital.
Recuerdo que cuando era una niña deseaba
que el tiempo pasara deprisa, me intrigaba la edad adulta, quería saber cómo
sería mi vida, las cosas que haría. Tengo la imagen muy viva de un momento
concreto en el que pensaba en ello, iba en el coche con mis padres, y mirando a
través del cristal veía las estrellas y la luna acompañándonos en uno de esos
largos viajes cruzando la península, desde Alicante hasta Orense. Pero ahora,
con casi cuarenta años, soy consciente de que lo importante es vivir cada
momento, la felicidad es una suma de instantes y en un solo día puede haber
cientos de instantes felices. Esta es una época en la que resulta difícil
verlos, percibir los puntos de luz, regodearse en esos momentos de caricias de
vida. La crisis, esta palabra que parece inundarlo todo, se ha apoderado de
nuestra percepción, y ha instalado una cortina gris delante de la mirada. Mucha
gente lo está pasando verdaderamente mal, gente a la que quieres, amigos,
vecinos. Todos vamos con cautela porque nos puede tocar de lleno y entonces esa
tristeza podría crecer hasta impedirnos ver más allá; cómo explicarle a un niño
que no se pueden comprar yogures, o galletas o ese peluche con el que sueña.
Cierra los ojos. Cerrados. Imagina y cree.
Estoy subida a un tren maravilloso. Mis hijos de tres y seis años, saben de qué
tren se trata; cada noche les he estado hablando de él, de mi viaje, de las
cosas increíbles que se pueden sentir, gracias a estar viva, gracias a formar
parte de este milagro de mundo. El tren de los sueños te lleva por itinerarios
impensables, yo he llegado a cruzar un volcán con lava chispeante, disfrutando
de ese paisaje rojo-anaranjado del corazón del mundo, y no me quemé. Recuerdo
aquella vez que descarrilamos cuando atravesábamos un lago congelado y de
pronto se abrió una brecha en el hielo y el tren sumergido en él comenzó a
navegar siguiendo a un pez muy raro que parecía un delfín pero que no podía
serlo puesto que era de color naranja con pintitas negras, sería de una especie
aún por descubrir. Eso es lo que tiene el mundo, montones de tesoros esperando
a los valientes luchadores que con un chubasquero pueden atravesar una tormenta
llena de enfermedades, golpes bajos y traiciones rebozadas de chocolate.
-Pero bueno, ¿cómo es que estás tú aquí? Ya
sabes que tus nietos te creen en el cielo, así que fue aquí a donde te viniste.
Claro, te gustaba mucho viajar, y apenas lo hiciste más de lo obligado.
Recuerdo perfectamente que sólo cuando te descubrieron el cáncer te lanzaste a
recorrer España por puro placer, estoy segura de que hubieras salido del país
de haber tenido más tiempo. ¿Y qué tal se come por aquí? Porque tú no sabes
cómo he mejorado en la cocina, si es posible le voy a pedir al chef que me deje
cocinarte una de mis paellas. ¿En este tren hay restaurante? Tendrán cocinero
entonces. Es que en el tren que me llevó a Segovia el otro día no había
cafetería, había sido sustituida por una de esas máquinas dispensadoras de
alimentos. Una pena. ¿Y tus nervios? ¿Te rencontraste con tu hija? ¿Te ha
contado algo de lo que le pasó en aquel centro psiquiátrico? Si le hubierais
hecho la autopsia, en fin, supongo que son decisiones que uno no puede ver
claramente hasta pasado el tiempo.
En este tren puedo vivirlo todo. Qué puede
tener de gracioso el compartir un guiso con los amigos del primero porque a
ellos no les llega para comprar los ingredientes. Pues en este tren se ven
situaciones que tienen su gracia. Una señora, la que está sentada en el asiento
anterior al mío, bueno, en los dos asientos, debido a su obesidad mórbida ocupa
dos plazas. Pues como digo, esta señora prepara cocidos inmensos para tiempos
de crisis, y lo que hace es que va llenando taperwers
y los coloca en una cesta gigante atada a una cuerda. Cuando llega la hora de
comer lanza la cuerda y la va haciendo descender poco a poco, y los vecinos que
viven en los pisos inferiores, que están en una situación crítica
económicamente, se asoman a la ventana justo en el momento en el que pasa la
cesta repleta de cacharros de cocido y cogen uno. La señora también se ocupa de
poner yogures para los vecinos del cuarto, ensalada para los del tercero, leche
para los del segundo y galletitas sin gluten para los del primero que tienen un
niño celíaco. De este modo, la mujer está consiguiendo bajar de peso, antes
todo eso se lo zampaba ella y ocupaba cuatro asientos. En breve su solidaridad
hará que su peso descienda lo suficiente como para que pueda ocupar un solo
asiento y como gusta de hacer visitas a sus nuevos amigos para no marear al
ascensor sube andando, lo que también ha contribuido a mejorar sus problemas
cardiovasculares.
“Si no pasa nada, ya verás como eso del
cáncer de piel no es nada importante. Si estuviera por dentro del cuerpo sería
más peligroso, pero por fuera está muy localizado.” “Eso ya le pasó mi madre.
Una operación sencilla, y ahí está la mujer.” “Eso ya lo tuvo mi abuelo y nada,
salió bien, murió de viejo y no por el cáncer ese…” Sí, si ya lo sé, pero es
que no puedo evitar recordarla a ella y a tantos otros, pero especialmente a
ella. Supongo que porque se trataba de mi madre, y claro que un pilar tan
importante se tambalee, y acabe por caer, hace que tu vida deje de fluir con la
normalidad a la que te acostumbraste. No puedes imaginar una vida sin ella,
estuvo contigo siempre, desde que te ofreció su pecho para alimentarte, y mucho
antes, cuando apenas eras una judía que crecía en sus entrañas. Y de pronto la
vida la arranca de tus brazos y la arrastra para siempre a otro mundo celestial
que se va llenando de ángeles para nuestra desesperación. Pero lo sorprendente
es que sigues caminando, y para tu sorpresa eres capaz de hacerlo: una pierna
primero, la otra después, manteniendo el eje del cuerpo en equilibrio, y la
cabeza mirando al frente, nada de inclinaciones depresivas ni de caminares
cabizbajos. Y hablas, y sigues tus estudios, y planchas las camisas que nunca
antes te dejó planchar, y te sorprendes en la cocina, y respiras, vaya si
respiras. Pero también coges un pañuelo tras otro, porque en algún momento te
ataca la pena y no puedes dejar de llorar, de sentir ese vacío que una madre
deja cuando se va a vivir al cielo. Pues que desaparezca el cielo, que se vaya
a tomar viento, que nuestros seres queridos no tengan un sitio a donde ir y se
vean forzados a quedarse aquí para siempre. Ya lo sé, no es posible, las noches
serían demasiado oscuras sin estrellas preciosas iluminando los sueños.
Vamos, vamos, que el tren de hoy está a
punto de salir. Ahí voy. Llegué por fin, no debería ir a la estación tan justa
de tiempo. Ya, pero es que hoy ha sido un día duro, durísimo, y tenía una
sensación horrible que me oprimía el pecho. En un momento concreto, cuando
esperaba en la puerta del cole a que saliera mi hija, el corazón empezó a
bombear tan fuerte que notaba golpes en el pecho, como si algún bailaor
flamenco estuviera probando un nuevo taconeo en el suelo de mis costillas, y
tuve que poner una mano sobre el pecho
en forma de caricia apaciguadora. Incluso dejé de respirar unos segundos, bebí
un poco de agua. El artista dejó de bailar con esa intensidad temeraria. ¿Sería
por el estrés? ¿Por las prisas? ¿O por el cambio climático? Pues no sé, la
verdad. La noticia de mi padre y su enfermedad fue un duro golpe; pero también
me dolió saber que un niñito precioso que jugaba con mi hija había estado muy
malito, o que a mis vecinos ya no les quedaba dinero para comprar comida, y
mucho menos para pagar la hipoteca; o la nada esperanzadora noticia de que el
paro seguía subiendo, al igual que la luz, el gas, la gasolina y el IVA.
Está bien, ya, ya vale, no sigas pensando,
estás subida al tren. ¿Qué es eso? ¡Una estructura gigantesca de hierros! ¡Y
ese puente! ¡Y esa iglesia! Me resulta familiar. ¿De una película de Disney? El
jorobado de ¡Notre Dame! Esos aires bohémicos, “Le moulin rouge”…¡Estoy
en Paris! Pero, ¿quién elige el itinerario de este tren? Claro, yo misma, no
había caído. Todos tienen su propio tren, pero este es el mío. Adoro Paris,
bueno no voy con frecuencia, en realidad solo he estado una vez, concretamente
tres días, con una amiga, y me quedé fascinada. Si fuera el tren de mi hija,
ella se habría trasladado al castillo donde vivía Blancanieves, pero la
madrastra malísima habría desaparecido por arte de magia, y los enanitos
visitarían a Blancanieves por vacaciones y ella les devolvería la visita para
poder dormir sobre siete camitas juntas. Aunque también le hubiera gustado
acercarse hasta una casita en la que vivían siete cabritillos con su mamá. Pero
ella, cuando mamá cabra se hubiera ido al mercado no habría permitido a los
cabritillos abrir la puerta al lobo sin haber preparado antes una trampa para que
se indigestara ante la sola idea de comerse a sus siete amiguitos. El tren de
mi hijo habría sido distinto, a lo mejor se integraba en la vida de uno de sus
superhéroes favoritos, y se entrenaba en el arte de recorrer las calles de la
ciudad colgándose de telas de araña ultra-fuertes. Aunque bien pensado, tal vez
correría por el mundo cibernético de Código Lyoko al lado de Aelita y alguno de
sus amigos del cole. Y quién sabe si con su fuerza extra-sónica terminaría con
las personas malas que hay en el mundo, entiéndase: ladrones, asesinos de
niños, maltratadores, etc.
Mis hijos, todos los niños, esos pequeños
hombres y mujeres del futuro, que van al cole todos los días, que aprenden a
leer, a respetar, a caminar por el mundo en comunidad; ellos son la esperanza
del futuro que se modela pintando una máscara en un taller con la ayuda de un
papá, o que se enriquece visitando un museo para ver en directo la obra de un
pintor que engrandeció al mundo con su energía creativa bien encauzada. La
riqueza de entender a otro niño que habla en inglés, o la de desarrollar las
capacidades físicas para que la mente viaje en un tren saludable, que come
fruta, verduras y salta como los canguros porque la vitalidad de la infancia es
uno de los tesoros del mundo. Despertando sonrisas puras, cuando con sólo tres
añitos te preguntan: “Mamá, ¿yo también voy a morir en Burdeoz como Goya?”
Será lo que tenga que ser, la evolución de
la enfermedad de mi padre no la podemos saber con antelación. Pero todos
tenemos un tren al que subir de vez en cuando, y en el que desconectar de los
problemas y en donde recargar las pilas que mueven nuestro caminar. El motor de
ese tren está en nuestra imaginación, allí donde las flores están preciosas
todo el año, en donde la magia que parece despertar en navidad está presente en
todo momento; ese tren no depende de nadie más que de nuestro mundo interior,
al que hay que dedicarle tiempo y llenarlo de sentidos, de arcoíris preciosos
que atraviesan el cielo, de música grande que salió de un hombre o una mujer en
plena explosión artística. Y allí, en nuestro mundo imaginario no existe la
palabra maldita, nadie pasa hambre, nadie llora la enfermedad de un niño,
porque el niño se recupera y vuelve a ser ese duendecillo de rizos dorados al
que su madre le dice que no corra tanto por miedo a que pueda caer; nadie se
preocupa de las subidas de precios, de los trabajos perdidos, ni de los
volcanes en erupción; la mentalidad positiva hace que las células sin sueño se
vuelvan a dormir, y que te encuentres con tus seres queridos en ese viaje de la
imaginación y puedas hablarles de tus hijos y de tu mundo creativo y de cómo
acabamos con esa crisis y con su inherente pesimismo, utilizando una olla a
fuego medio. En ella metimos a la crisis, al pesimismo, al paro, a la
enfermedad, y al ritmo frenético y como si de una poción mágica se tratara, o
de una transformación alquímica impensable, convertimos a todos ellos en un
cocido madrileño riquísimo, con sus garbancitos, su choricito, sus patatitas,
su jamoncito, su pollo… que todos[1]
nos comimos con gozo y satisfacción en un banquete al que llegamos gracias a
ese tren mágico al que decidimos
subirnos en un momento de cordura.
Isolina Cerdá Casado
[1]
Todos: Los vecinos del primero, mi padre, los papás del niño malito, mis hijos
(Blancanieves y Spiderman), los parados, la gente enferma, la gente triste, la
señora gordísima, los vecinos del cuarto, del tercero y del segundo, yo misma y todo aquel que esté hasta el moño
de la dichosa y cansina Crisis.
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