No me gustaría que os quedara un trauma como único recuerdo de este período de enfermedad. Quiero que sigáis unidos, si lo estáis podréis afrontar todas las dificultades. Seleccionad a las verdaderas amistades, creed en la parte de la familia a quien de verdad importáis y recurrid a ellos cuando sea necesario. Tú, hija mía, tienes que ocuparte de lo que yo me ocupaba, pero también tienes que hacer tu vida. Cuidado con las mujeres que aparezcan, hay que tenerlo todo bien atado porque el hombre no piensa con la cabeza, aunque tu padre os quiera mucho.
No todo salió como ella quería, las cosas fueron ligeramente diferentes. El trauma quedó, allá en el fondo de nuestra alma, como un aceite esencial que esparce su aroma cuando le llega el calor de una llama. Así resurge una y otra vez el recuerdo de su siesta terminal. La distancia forzó la separación y cada miembro de la familia que ella había formado se fue por su camino, aunque les unía ese trauma persistente en el recuerdo común de todos. Pero había otro trauma que también compartían. Conforme pasaba el tiempo se iba agrandando más y más. Seguramente la primera tragedia fue la que puso la semilla de su enfermedad, la muerte de una hija no puede pasar por tu vida sin dejar huella, en su caso fue un cáncer. Su hija murió sola en un centro psiquiátrico tras una semana de aislamiento terapéutico. Lo recuerdo a la perfección, ella tenía depresión profunda, no conseguía conciliar el sueño, algo dentro de su cabeza la atormentaba, algo que desconocíamos y que era imposible racionalizar.
¿Por qué no puede dormir? ¿Cuántas pastillas lleva? El doctor dice que hay que cambiar la medicación. Hay que ir otra vez al médico, esto no puede ser, son ya demasiados días de insomnio y de angustias, y de llanto. Vayamos al hospital, alguien habrá que pueda aconsejarnos mejor.
Del hospital general, en donde no había una sección para enfermedades mentales al psiquiátrico de Alicante, Santa faz.
No, no la dejen aquí, lo que le ocurre no es tan grave, será mayor el trauma en su vida de haber pasado por este centro. ¿A dónde la llevamos? Lo que sea, pagaremos lo que sea. Vayan a este centro psiquiátrico privado de Murcia. Es muy caro. No importa.
Hicieron lo que creyeron que debían hacer. Yo la acompañé. Iba sentada con ella en el asiento de atrás. Llevaba puesto el pijama. Recuerdo su olor dulzón. Estaba muy asustada. Lloraba. Ella, mi hermana. Todavía me pregunto por qué la dejamos allí, por qué accedimos y aceptamos a no verla, por qué no cuestionamos en ningún momento el protocolo. Recuerdo que era un lugar frío, la llevaron a una habitación y allí se quedó, sin saber nada de nosotros, y nosotros pensando que estaba en buenas manos. Algo iba mal, todo debió ir mal desde el principio. Pero nunca llegamos a saber nada de lo que ocurrió allí realmente. A la semana, siete días justos sin verla, llamaron a casa.
Es usted la madre de Mónica, se encuentra acompañada, es que ha ocurrido una desgracia, verá, su hija ha sufrido un paro cardíaco y ha fallecido.
Yo estaba en el instituto, en clase de literatura, cuando entró el jefe de estudios en clase supe que algo había pasado y que tenía que ver conmigo y con mi familia, fue una intuición llegada de las almas atormentadas que ya sabían lo que había pasado. Aquel grito de dolor de madre llegó hasta mí. No me dijeron lo que había ocurrido, solo que tenía que ir a casa. Recuerdo ese trayecto, pensé en mi hermana, algo muy malo había sucedido, algo que haría tambalearse toda la estructura familiar, que desestabilizaría mi alma, y que intranquilizaría mi vida para siempre. De pronto no importaba nada. Yo era la culpable de todo. Yo no tenía que haberlo permitido. No la tenía que haber dejado en ese lugar de gritos sin sentido decorado con azulejos blancos y tonalidades en verde clarito. Mi niña salió de casa vestida con su pijama y entró metida en un ataúd al uso, instalado en la habitación de mis padres sobre unas cuantas sillas; entonces no había tanatorio en el pueblo y el coche fúnebre la trajo directamente a casa. Yo sé lo que sentí, tengo presente cada recuerdo, cada gesto de la gente que pasó a verla allí instalada, todos decían que su cara tenía una expresión de terror. Pudo ser un fallo humano, probablemente, pero nunca lo supimos, no se le practicó autopsia, mi madre prefería pensar que pasó lo que dios quiso que pasara, sin que hubiera un culpable, tal vez porque de imaginar que había sido culpa de alguien no habría encontrado consuelo. Para mí fue lo peor que podía haber hecho porque la imaginación comenzó a volar y todas las historias que imaginaba podían explicar ese trágico final me ponían a mí como única culpable por haberla dejado quedar; tal vez sufrió abusos, tal vez fue un exceso de medicación y por tanto negligencia por parte de algún médico o enfermero, o tal vez murió de pena, pero si yo no la hubiera dejado allí no habría ocurrido. Los meses de terapia tan solo camuflaron el sentimiento de culpa, aprendí a callarme y a enterrar el dolor con desvaríos varios, pero fue inútil, la culpa me perseguía, dirigía mis movimientos. Me casé por ella la primera vez, con un hombre enfermo mental y egoísta, terrible combinación para una enferma de dolor y cuyo sentido de culpa la había llevado a un estado neurótico permanente. Con sus amenazas de suicidio consiguió que saliéramos, que nos casáramos y que, por suerte, al cabo de año y medio, tras despertar de un traumático letargo, nos divorciáramos sin hijos de por medio.
Pero ella no se equivocó del todo, mi padre casi perdió la cabeza por una señora que literalmente estaba zumbada. Debe ser cosa de genética, las enfermedades mentales son afines a nuestra familia. En este caso la mujer tenía un trastorno de personalidad con brotes psicóticos que la llevaban a gritar a mi padre en cualquier situación y no solo a mi padre, le daban ataques de histeria que la hacían ser el centro de atención de los guardias de seguridad de todos los sitios públicos en los que se encontrara. La metió en casa, y estuvo cantando por los pasillos hasta que el hombre más discreto y bueno del mundo pudo romper con ella, ayudado por sus hijos, especialmente por el que vivía en su misma planta del edificio y escuchaba los malos tratos que su padre sufría procedentes de esta mujer.
Ahora que lo pienso, mi madre tuvo que sentirse bastante indignada al escuchar el canto de esta mujer por los rincones de su casa. O tal vez no se sorprendió tanto, de alguna manera lo había advertido. Sus consejos eran sabios, había vivido demasiado y sufrido lo inconmensurable. Ya he contado algo de su cáncer, de cómo ella quería dejarlo todo bien atado, pues ya sabía que la vida por si sola era lo bastante impredecible como para poderla escribir antes de que suceda. Sus ojos de mujer enferma, su pañuelo atado en la cabeza para dar calor y camuflar la caída del cabello, esa delgadez enfermiza, y sus hijos tumbados a su lado en la cama, quedaron inmortalizados en una fotografía con la esperanza de que se recuperase cuanto antes y que aquella imagen no fuera más que un mal recuerdo. ¿Qué explicación da un dios en el que ella confió hasta el final? ¿Por qué tuvo que sufrir tanto antes de morir y durante toda su vida?
Nació en una aldea de Orense, su madre era una mujer ruda, fría, que nunca entendió lo suficiente el fundamento del calor humano. Ninguna objeción como abuela. Al año y medio de estar en este mundo, cuando gateaba por su casa, se acercó al fuego encendido de la chimenea que nadie previó como potencialmente peligroso. Se quemó la mano derecha, y en su lugar quedó un muñón para el resto de su vida; dicen que cuando eso pasó se oían sus gritos varias aldeas más allá, y que cada vez que su madre realizaba las curas gritaba tanto que los robles se estremecían y movían sus ramas solidarizándose con ella. Como tenía esa “tara”, así lo pensaban sus padres, decidieron que lo mejor para ella era estudiar en lugar de trabajar en el campo, así que la mandaron a un colegio privado, sin tener los recursos reales para afrontar los pagos o sin haber previsto el coste de esa decisión, así, cada vez que ella volvía a casa y pedía dinero para sus estudios y su hospedaje en Orense, tenía que sufrir gritos y reproches que no hacían más que atormentarla más. Se enamoró de un hombre que no gustó nada a mis abuelos, me llegó por voces amigas la historia real; tal vez no fuera la mejor elección, nunca se sabe, pero lo que está claro es que su decisión de casarse con mi padre fue una especie de huida. Mi padre vivía en Alicante, y fue a Galicia como testigo de boda de un primo suyo, se casaba con una mujer de la aldea vecina de mi madre a la que conoció en Alemania. Así fue como mi padre pudo conocer a mi madre a través del hermano de la novia que hizo de casamentero. Ella no estaba enamorada de él, unas cartas fueron testigo de su noviazgo, a pesar de ello le pidió que volviera a Galicia, allí se casarían y mi madre cruzaría España para ir a vivir a un pueblo de Alicante; huyendo de los sentimientos y de las tormentas familiares se casó con un hombre al que apenas conocía y que era trece años mayor que ella.
Era muy creyente, no tanto practicante, lo justo tal vez, pero en los momentos decisivos siempre anteponía sus creencias católicas; cuando descubrió que estaba enferma quería salir de ese estado, vivir, e hizo todo cuanto pudo para luchar y enfrentarse con la cabeza bien alta a su enfermedad. Se cosió ella misma un hábito negro, como el de Santa Rita, fue una promesa que le hizo, quiso llevar sus hábitos para que ella la ayudara; se fue a Pamplona, en aquel entonces era una ciudad referente en cuanto a tratamientos oncológicos y no dejó de jugar sus torneos de chinchón todas las tardes, incluso cuando las cejas fueron sustituidas por una raya de lápiz negro y su pelo por una peluca idéntica al auténtico.
A los cuatro años de habersele diagnosticado el cáncer de mama, ya en un grado cuatro, murió. Bien, pues a pesar de todas las desgracias que sufrió, siempre fue una mujer muy vital, tenía una energía increíble, deslumbrante y arrolladora. Así es su nieta. Mi hija. No se han llegado a conocer, pero sus vidas están conectadas, yo soy su conexión y mi niña sabrá de su abuela y de su tía, de sus avatares, de sus luchas; aprenderá de ellas: se cuidará del fuego, no se fiará del todo de los protocolos, pedirá segundas opiniones, se hará sus pruebas preventivas, la culpa será encerrada dentro de un cofre y lanzada al fondo del mar, se formará feliz y sin tormentos, amará libremente y aprenderá de sus errores…
Y ellas, desde allá arriba, felices por estar juntas, la verán y sentirán que su vida ha tenido sentido, tanto como el sol, la lluvia o el aire que respiro.
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