martes, 30 de abril de 2013

El milagro de la farándula


El milagro de la farándula

Muchas lágrimas salen de mí
Ojos ardiendo son las sobras de las aguas que ya apagaron el fuego.
Y la alegría de ver que se está cumpliendo aquello que te prometí.
En concreto, el tiempo olvidó los hechos,
Se fueron con los recuerdos.
Tal vez para aprender como debía de hacerlo,
Me recogiste sangrando, en tus brazos muerto.
Respirando un poco de aliento
Y te pedí seguir viviendo.
Una voz de allá te escuchó
Y seguí viviendo hasta llegar a ti,
Lo que así yo te prometí.

        Joaquín Cerdá Adsuar


    Estos versos los ha escrito mi padre, a sus setenta y nueve años. Coge su libretita, y se pone a escribir, no importa el cómo ni el cuándo, yo diría que escribe a todas horas. Dos veces a la semana se lleva sus folios o su pequeña libreta al curso de poesía, feliz, porque se siente activo, capaz, creativo. Tiene muchas cosas que contar, pero culpa a una venita de la nariz de sus torpezas ortográfica y de redacción. No se da cuenta de que lo importante es ese impulso que tiene de coger un folio en blanco o un trozo de hoja y escribir versos. Lo que resulta conmovedor es esa energía que le pone, para seguir escribiendo sensaciones, recuerdos, dolores.
    Los versos del Milagro de la farándula son el resultado de un milagro, toda una historia que podría ser el argumento de una película basada en hechos reales ocurridos allá por los años cincuenta.
    Un chico de veinticuatro años, emigrante por las miserias históricas de épocas más duras que la que hoy vivimos, nada que ver con crisis coyunturales, aquel tiempo era la posguerra, con mucha hambre y poco trigo, emigró de Crevillente a Sabadell en busca de trabajo animado por unos primos que vivían en Cataluña.
    La ayuda de un primo suyo llamado Félix, empujado a su vez por el hermano de éste, Juanito, hizo que entrara a trabajar en un teatro. Pero su trabajo era bastante más duro físicamente que el que podía soportar un actor de aquella época, porque él construía aquel teatro. Trabajaba en su fase más primigenia, la propia estructura, era un albañil que asumía riesgos hoy en día impensables.
    Según cuenta, después de su jornada laboral, a eso de las siete de la tarde, se acercaba a una iglesia cercana, apenas una calle más allá, y meditaba, oraba, y fraguaba su fe. Conoció así al padre Noya, un cura valiente de aquel tiempo, que protegía a fugitivos y acogía a todo aquel que necesitaba ser guiado. Era un importante jefe espiritual. Sorprendido tal vez por aquellas visitas regulares que Joaquín realizaba a su iglesia. Imagino que no sería habitual, ni en aquel tiempo ni en este, que un chico joven, después de una dura jornada laboral se dirigiera hasta la casa de dios. ¿No sería que algo muy dentro de él intuía lo cerca que iba a estar de la fe en los milagros? Tal vez fue dios, que iluminaba su camino para que se fuera llenando de fuerza ante lo que ocurriría después.

    Fue un día gris, debió serlo, no puedo imaginar que esto que voy a contar sucediera en un día soleado. A eso de las tres de la tarde, después del descanso para comer, reanudó su trabajo. Tenía el contenido de la fiambrera en el estómago, la calentaban con unos troncos de madera sobrante de la obra, se lo había preparado su prima. Su jefe le mandó que subiera hasta lo más alto de la estructura de tubos desde la que debían subir con una polea unos listones de madera gigantescos que serían las vigas para formar el techo del teatro. Había otro obrero en lo alto, entre los dos debían coordinarse para guiar esas vigas hasta su lugar definitivo. Pero de repente, algo falló, algún tornillo mal ajustado, algún punto que no se planificó lo suficiente, algo que nadie fue capaz de prever. De pronto, toda aquella estructura empezó a tambalearse, como si la tierra bailara bajo sus pies, no fue un terremoto, en realidad el baile se produjo en la superficie por un error humano. Dos obreros estaban en lo alto de aquella estructura gigantesca inspiradora de sueños. Fue imposible que bajaran antes de que toda aquella masa de hierros, maderas, tornillos y ladrillos se derrumbara. Uno de aquellos hombres de altura se quedó colgado en la única torre de tubos que quedó en pie. El otro desapareció, sepultado por toneladas de hierros y escombros. Fue un terrible estruendo, el padre Noya lo escuchó desde el interior de su iglesia, y salió presuroso porque algo le decía que era necesaria su presencia. Tres cuartos de hora estuvo colgado aquel señor que siendo uno de los obreros afectados tuvo suerte, porque los bomberos lo rescataron de aquel suplicio terrorífico del que no estaba seguro que podría salir con vida. Pero el otro estaba enterrado en vida. Todos lo daban por muerto, no era posible sobrevivir a aquél alud de escombros. Pero sus compañeros de trabajo, aquellos obreros que habían calentado la fiambrera con él, aquellos que lo describían como buena gente, el propio padre Noya, insistían en rescatarlo cuanto antes, no dieron por perdida esa lucha contra lo que parecía evidente. Y apareció, su cuerpo se localizó, parte de él encajado en el hueco destinado al apuntador del teatro, lo que creen que le salvó la vida. El padre Noya tomó su cuerpo y le habló de dios, de su obra, del momento presente. La sangre que emanaba de su boca hacía dudar al señor Noya y al propio patrón Roche que tuviera alguna posibilidad. El sacerdote sabía que de tenerla sería cosa de dios y de sus milagros. Joaquín supo que aquel cura lo cogió en brazos y con el patrón Roche lo llevaron hasta la mutua en su propio coche. Respiraba sí, pero era demasiada sangre la que expulsaba, semiconsciente asentía a los ánimos de lucha. Y dios le debió hacer prometer que no se rendiría, tal vez a través de aquel sacerdote valiente.
    Joaquín se rompió literalmente, su cuerpo quebró por varias partes, pero su corazón no se detuvo. Lo arreglaron con tornillos, una pierna rota, los brazos, la parte baja de su espalda, y lo que por dentro pudiera tener destrozado. Parte de su familia fue a verlo, viajó desde Crevillente hasta ese hospital, siendo conscientes de que su gravedad hacía que tal vez se tratara de una despedida. Su madre, María, acompañada de su hijo Antonio, y de su tío Francisco, salieron del pueblo, con el temor de que tal vez no lo llegaran a ver con vida. ¿Quién sabe lo que aquella mujer vivió y sintió en aquel viaje terrible? No había llegado a salir de Crevillente antes, y ya cargaba con muchas penas en la maleta, puesto que su marido murió trágicamente, quedándose sola teniendo que criar a cuatro hijos pequeños y un momento histórico difícil. Sacó fuerzas. Lo mismo estaba haciendo en ese viaje. Rezaba para llegar a encontrarlo con vida y poder abrazar a su hijo querido.
    Seis meses bajo la tutela de la hermana Gabriela. Pudiendo mover sólo la cabeza. Postrado en una cama. Despertando poco a poco. Reiniciándose en los sueños posibles, enamorándose de mujeres imposibles por hábitos prohibidos, impensables, pero capaces de reanimar al hombre medio muerto. Alguien le regaló una radio, y aunque no podía mover el cuerpo soñaba con que bailaba al son de la música abrazado a Gabriela. Las historias oníricas se escribían una y otra vez en su cabeza, su corazón necesitaba ilusionarse para seguir bombeando sangre de vida.
    Y así fue transcurriendo el tiempo. La monja, jefa de todas las hermanas, la jefa Nussette, como él la recuerda, bajita y con mucho genio, le hacía poner los pies en el suelo. Pero él rápidamente volvía a volar. No se le pueden poner barreras a los sueños y nadie tiene el poder de anular los pensamientos, ellos son libres y están por encima de un cuerpo roto e inmóvil.
    Su amigo Juanito ya murió hace unos años. Pero para Joaquín, está vivo en su corazón, porque recuerda cada gesto que tuvo con él, cada apoyo recibido que en aquella época su amigo le brindó.
    Cuando pasaron seis meses empezó a poder moverse, fue cuando recibió la visita del padre Noya, al que no había vuelto a ver desde aquel fatídico día, porque las circunstancias así lo decidieron. Este sacerdote le preguntó a mi padre por el enfermo Joaquín. Para sorpresa de Noya, ese joven que caminaba con muletas y que llevaba consigo una pequeña radio era aquel chico que recogió del hueco del apuntador, al que había dado la extremaunción porque sintió que estaba más cerca del cielo que de la tierra. Era él, Joaquín. ¡Caminaba! ¡Sonreía! ¡Vivía! Era un auténtico milagro: El milagro de la farándula.

                                  Para mi padre con amor,
                                          Isolina Cerdá Casado

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