Estrujando monstruos
- Voy a escribir un relato que tengo pendiente, dispongo de dos semanas. - Afirmé yo.
- ¿Ah sí? ¿Y de qué vas a escribir? ¿Es posible que por una vez escribas algo en donde yo no salga? - Respondió mi hermano con un tono irónico.
Su rostro tenía aires de ironía resignada, y yo empecé a pensar en ello de una forma un poco obsesiva. ¿Así que mi hermano estaba preocupado en cierto modo por el excesivo protagonismo de la familia en mis textos? Vaya, era la primera vez que lo decía de ese modo. Lo más preocupante era que lo soltó después de haber bebido unas cuantas copas de un Cunquerio blanco deliciosamente fresco procedente de una bodega gallega. Sólo los borrachos y los niños dicen la verdad. ¿Estaba al límite de la embriaguez o era una frase irónica sin pretensiones? La ironía siempre es pretenciosa. Y qué pasa, ¿no puedo escribir sobre lo vivido, o sobre lo que he visto al circular por mi camino justo en la acera de un camino paralelo? Cuando veo a un niño llorar desconsolado no puedo pasar por su lado siendo impasible a ese llanto; si alguien se hace una herida ante mis ojos corro a taponar la herida con gasas untadas en yodo; si alguien tiene hambre le doy un cacho de pan si lo tengo y trato de hacerlo de forma disimulada. No me es indiferente el mundo, pero esa indiferencia nace de mi propio llanto, de mi sangre derramada, del hambre sufrida en las propias carnes, y del exceso de empatía, me duele el dolor ajeno, lo confieso. Mi hermano debería saberlo. “Ponte la crema solar, anda, no es un juego, ni si quiera un capricho, es una necesidad, ponte la crema y no te resistas tontamente. ¿Es que no ves que te puede pasar como al abuelo? Ven aquí, no te quejes de que está pegajosa, pegajosa es la mentira, el dolor, lo turbulento.” Mi hijo también está cansado de mí, tengo que batallar muchísimo para conseguir un objetivo mínimo. Hasta mi marido parece sentirse triunfador cuando le muestro mi cansancio vital. Huye de mis manías y justifica sus torpezas. El trabajo no me permite evadirme, tengo que limpiar la suciedad de otros y no es algo grato para nada, no es más que una compensación económica que me otorga un respiro. Al menos puedo decir que el café con leche de los jueves me lo pago yo, no le debo nada al ogro. El ogro no es mi marido, no me pega, mucho ojo, el ogro habita en mí, aparece una y otra vez recordándome los cuentos que me persiguen. Mi hermano no quiere que escriba sobre él, pero no es él lo que importa, importan las historias negras o blancas que nos envuelven. No es mejor el silencio que contar las cosas, cuando escribo sobre ello parece que camino más ligera. Pero hay demasiadas voces calladas, sólo hablan para decirte que es mejor no decir: no, no lo cuentes que se va a enfadar el ogro. ¿Quién se inventó la historia de los silencios? ¿A quién le conviene que no se hable de las cosas? ¿Qué pasa con las penas que no se expresan? ¿Y con los dolores que no se lloran? ¿Qué pasa con las cosas que no se dicen? Son los miedos… ¡Buuuu! El monstruo crece con el silencio.
Mi hermana murió. Pasó y punto. Murió en un centro psiquiátrico, muerta de miedo, tenía la expresión aterrorizada cuando trajeron el cuerpo a casa, lo decía todo el mundo. No descansó al morir, una sensación horrible la acompañó a dar el paso de un mundo al otro. Eso fue algo grave y duro, pero casi tan difícil como sus momentos malos, en los que lloraba desconsoladamente cuando estaba inmersa en una de sus crisis, depresión, profunda en algunos momentos. Su llanto no tenía consuelo, procedía de muy adentro, desde lo más hondo de su alma, o de sus conexiones sinápticas, quién sabe, era un dolor que no se podía apaciguar con nada. La impotencia y la culpa se instalaron en mis adentros. Ella tenía diecinueve años cuando eso pasó, yo diecisiete. Su historial médico estaba plagado de llantos sin consuelo, crisis depresiva tras crisis depresiva. Penas desconsoladas a las que nadie podía acceder, por qué se producían, por qué lloraba, me lo preguntaba una y otra vez, nunca encontré una respuesta certera, todo fueron elucubraciones. Habrá sido por la forma de ser de mi madre, o por la de mi padre, o por el colegio o por estar un poco gordita, o por… Fue porque tuvo que ser, porque le tocó a ella padecer esa enfermedad. Recuerdo una escena de las muchas que acontecieron en sus crisis, íbamos al mismo colegio, regido por las Carmelitas Misioneras Teresianas, estábamos en la pequeña capilla celebrando una misa todo el colegio, cuando se armó un gran revuelo, alguien lloraba desconsoladamente; yo estaba con mi grupo, el corazón parecía querer salir del pecho y el alma partida por la pena no sabía donde meterse, porque ese llanto que se oía de fondo era el de ella, el de mi hermana, que un día más había sido arrastrada hasta su mundo grisáceo de la depresión, en este caso en plena ceremonia religiosa. Cerraba una cortina, ajena a cualquier comentario, asentía a todo llorando sin consuelo hasta que por fin dejaba de llorar, minutos, horas o días después.
Un día llegó de un viaje con su grupo del coro, decía que no había descansado mucho; recuerdo que a la mañana siguiente no tenía fuerzas para levantarse de la cama e ir al trabajo, la depresión volvía a pulular por nuestras vidas, pasaron varios días, ella no dormía. Tras cinco días sin dormir, y con ataques de llanto continuados, el médico aconsejó que visitáramos a un psiquiatra en el hospital; de allí nos remitieron a un centro especializado y público, allí nos aconsejaron uno privado porque su problema no era lo suficientemente grave como para ingresar en aquel sitio de tan mala fama; según el doctor que la vio las secuelas de haber estado en aquel lugar serían mucho mayores que las que provocara la enfermedad en sí. A las dos semanas íbamos camino de aquella residencia de recuperación privada. Mi tío, mi madre, mi hermana y yo. Ella con el pijama, no quiso vestirse. Las dos en el asiento de atrás. Ella seguía sin conciliar el sueño. Se apoyaba en mí, confiaba en mí. La dejamos allí, sola, en un edificio muy grande, un hospital rodeado de jardines, cuya política de trabajo era que los pacientes permanecieran aislados de su entorno habitual como parte de la terapia de recuperación, eso significaba no verla durante un tiempo. Nunca debimos ceder. Nos dijeron que era lo mejor y por eso la dejamos allí, no sabíamos lo que nos tenía deparado el destino.
“Ponte la crema, anda, pero serás…ven aquí, ya sé, pastosa, pastosa.” – Mi hijo insiste en no ponerse la crema protectora. Al final no le queda más remedio porque yo soy lo más pesado que existe. Lo dijo la doctora: no somos conscientes del daño que el sol puede hacernos. El daño del despertar cada mañana y salir a caminar sin pensar en los peligros, del sol, de la lluvia, de las nubes grises…
Qué sabrá él sobre el derecho que tengo a expresarme, el derecho de autor sobre las historias familiares. El derecho de contar las cosas que han visto mis ojos, las que han oído mis oídos, las que han pasado volando por delante y por detrás. Qué sabrá él de las huellas del tiempo, de su intensidad, de mi sensibilidad… Lloro hasta por la hoja seca que cayó muerta al suelo, por la flor que dejó su lozanía a un lado, por ese señor mayor, vecino del segundo, que murió hace apenas un mes cansado de vivir con las secuelas del aceite de colza. ¡Cómo entonces pasar por alto las propias desgracias! Si lloro por el hambre de niños lejanos, por la de los hombres cercanos, por el sudor injusto, por los casos de las mujeres esclavizadas, por la justificación del mal… ¿Cómo no llorar la muerte de mi madre, la enfermedad de mi padre o el miedo a la propia enfermedad?...
¡Qué decir! Si por más que lo escribo no logro saciar la necesidad de volver a escribir sobre lo mismo, tal vez porque no lo escribo todo, me quedo en la anécdota, en el suceso, en la desgracia literal. Mi hermana murió en un centro psiquiátrico, punto. Pero el punto no es un punto y final, es más bien un punto y seguido, o punto anterior a sus primos suspensivos, o un punto y a parte. No, no es sólo una frase, es el título, es lo que está por encima de todo. ¿Qué pasó cuando la dejamos allí? ¿Entró sola a la habitación? ¿Entró por su propio pie? ¿La metieron a la fuerza? ¿Qué música oía en su cabeza?
“Descansa, no te preocupes por nada, intenta dormir, necesitas dormir.” – Una prima de mi madre me acompañó hasta la cama, había venido de Brasil, estaba en España cuando pasó todo; debía conciliar el sueño en la litera que hasta entonces había compartido con mi hermana. Yo intentaba dormir mientras que mi hermana yacía muerta en la habitación de mis padres, de la que había salido para ir a ese centro privado que supuestamente iba a evitar sus traumas de mujer adulta. Muerta, sin tachaduras en su historial. Entonces no había tanatorio, era costumbre despedirse del muerto en la propia casa, y recibir a todo el mundo que quería dar su último adiós; ver a tu querida hermana observada e indagada, escuchando observaciones sobre su aspecto, deducciones sobre su triste final. Tratando de averiguar qué parte se hizo mal, quién se equivocó, quién actuó de forma negligente. Capítulo cerrado. Con ella se fue su aroma, su pelo cardado, su sonrisa de mujer ingenua y enamoradiza.
Sí, si ya sé que ella nos cuida, nos vigila y nos protege. Bueno, ellas, pero esa vigilancia no me da calor en el alma porque me sigue atormentando lo inexplicable, lo injusto, lo duro de todo esto, de mi historia y de muchas historias en general. El miedo que se va trasladando en el cuerpo, que cambia de foco, que se va de la garganta al pecho para terminar en la rodilla; miedo a un cáncer silencioso aún por descubrir. Una hipocondría que tal vez tenga su origen en mi propia historia y la de mi hermano, aunque le fastidie que lo nombre. Y me obsesiono, estoy enferma, creo que sí, ese cáncer que camina a hurtadillas ya me ha recorrido casi todo el cuerpo, ahora mismo lo tengo situado en la parte sur de las costillas cerca del diafragma. Una tía de mi madre murió de cáncer de ovario, mi tío murió de cáncer de estómago, mi madre murió de cáncer de mama, mi padre tiene cáncer de piel…abducida por el miedo al cáncer. Embadurno a mi hijo de crema, lo tengo todo el día pegajoso como dice él. Y yo soy una osa polar cremosa que se pasea por las calles con un paraguas y un pañuelo atado a la cabeza; el médico no me dice nada porque no sabe que yo sé que el cáncer anda acechando, si supiera que yo sé que ese bicho está pululando por dentro de mi cuerpo me mandaría al especialista, un psiquiatra que trate de amortiguar los efectos del dolor con pastillas ya que los años de terapia no han dado resultado. Todos tienen la certeza de que sí, de que ya he superado mi sentido de culpa: yo no maté a mi hermana, no tuve la culpa, la dejé allí porque lo aconsejó ese médico. Pero…en el fondo, muy en el fondo sé que sí, que no debí permitirlo porque lo presentí, no me gustaron las paredes verdes de esa mal llamada residencia de recuperación, no me gustaron las personas que nos recibieron, no me quedé tranquila. Y cuando se produjo la llamada, aquel veintiséis de octubre, supe que se habían cumplido mis miedos, justo dos semanas después de haberla dejado. El monstruo apareció, se puso frente a mí con sus tremendas garras y sus largos brazos pegajosos repletos de pinchos con veneno, con su cara peluda y sus dientes negruzcos, y me sacó su larga lengua de serpiente gigante e hizo que la obsesión más paralizante de mi vida se mostrara en toda su esplendor y me poseyera a la fuerza. Sigo teniendo una historia pendiente, gracias a ello puedo caminar, no quiero que se repitan las historias que me pasaron de cerca. Y gracias a que me paro unos minutos y escribo sobre lo que me pasa por dentro soy capaz de reconocer a los monstruos, y darles un final todo lo honroso que se merecen: estrujados por la suela de mi zapato. Yo sé que el monstruo de la hipocondría es un resquicio de las muertes por las enfermedades que me obligaron a despedirme demasiado pronto de seres importantes en mi vida; sé que los silencios no son buenos porque esos monstruos nos hacen callar para tener más poder y sé que la verdad es más purificadora que monstruosa por mucha pinta de entrometida que tenga y por mucho cansancio que despierte en algunas personas.
Isolina Cerdá Casado
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