martes, 30 de abril de 2013

7/10/2011 El milagro de Matilde


 El milagro de Matilde


    El arroz es un ingrediente de esos que se utilizan en muchas recetas, puede ser cocinado de múltiples maneras todas ellas igualmente suculentas, pero hay una que recuerdo con especial cariño. Mi abuela Matilde era una bailarina excelente, aunque poco habitual, excepcionalmente única. Ella no bailaba con tutú, ni al son de un tango argentino, ni volaba sobre sus tacones andaluces con una capa de volantes a lunares. Su pareja de baile era la espátula, la melodía que la llevaba a moverse con soltura era la del sonido de las ollas y las sartenes, de los ajos saltarines en el aceite caliente y la del pimiento rojo chillón traqueteando sobre la pista ardiente de una buena sartén. Estoy convencida de que si le hubieran tapado los ojos en uno de esos procesos creativos habría dado lo mismo, todo lo tenía calculado matemáticamente y se sabía a la perfección la partitura de cada receta de baile culinario. Dicen que siempre tenía un ingrediente secreto que no revelaba ni a los familiares más cercanos. Pero yo creo que eso no es verdad, aunque contara paso a paso la receta del arroz con caracoles, no conseguían que supiera igual de bien que cuando ella lo preparaba; en realidad no era una cuestión de ingredientes y pasos a seguir, tenía que ver con los tiempos mágicos y con su extraordinaria intuición.


    Matilde no cocinaba profesionalmente, aunque para ser justos habría que decir que sí era una auténtica cocinera de oficio. Se casó con mi abuelo con apenas dieciocho años, él se quedó huérfano muy pronto, su padre murió cuando  cumplió siete años por un fatídico accidente, salió a cazar al amanecer tras una noche de tormenta eléctrica y no vio un cable de alta tensión que había caído al suelo por un rayo; su madre se fue a vivir con los ángeles con solo treinta y siete años víctima de un cáncer. Al ser hijo único heredó la casa familiar y con unas reformas mis abuelos la convirtieron en una especie de hospedaje, donde por un módico precio se podía dormir e incluso comer las deliciosas recetas de Matilde. La cuestión es que mi abuela fue esmerándose y aplicándose más y más, convirtiendo su cocina en una de las más apreciadas del lugar en boca de los viajeros o de los hospedados, muchos de los cuales se convertían en residentes permanentes sólo para poder disfrutar de los manjares que mi abuela preparaba.


    Gracias al trabajo en el campo y a las pequeñas aportaciones de las personas que acogían en casa, mis abuelos sacaron adelante a su propia familia, cuatro hermosos hijos, tres niños y una niña. A Matilde no le quedaba mucho tiempo para jugar con sus hijos pero trataba de compensarlos con deliciosas recetas: en los desayunos siempre había tortitas de besos frescos o cálidas tostadas de mermelada casera y frambuesa, con su leche de vaca recién ordeñada, que traía el lechero cada día. Les mandaba una fruta para almorzar que siempre adornaba con una galletita que había preparado ella misma el día anterior. El momento de la comida era todo un festín, porque siempre había mucha gente alrededor de la mesa, sus cuatro hijos eran los primeros en comer y solían aparecer por la cocina para dar el visto bueno de los platos. Cuenta mi madre que a veces se quedaba en el umbral de la puerta para verla bailar, flotaba sobre el suelo de la cocina, era feliz y eso se notaba en los platos resultantes. Yo creo que las diferentes piezas de la vajilla se mosqueaban un poco entre sí porque no todas eran utilizadas de la misma manera, las fuentes discutían por ser las receptoras del plato principal e incluso había espátulas que gozaban de un trato demasiado personalizado. Para los ingredientes de sus recetas era todo un privilegio ser manipulados por Matilde, se mostraban espléndidos, abiertos en su totalidad, frescos, brillantes, sólo para ser elegidos por esa diosa cariñosa de la pequeña cocina de la hospedería.


    Con cuatro hijos y todo el trabajo que tenían era imposible el plantearse unas vacaciones en otros lugares y ampliar de primera mano la cultura culinaria, pero mi abuela se las ingeniaba para introducir nuevos platos oriundos de otras zonas de la península en su recetario particular. En la hora del café solía compartir mesa con los viajeros, y las tertulias siempre acababan por desvelar los secretos de alguna receta que la persona sentada a su mesa añoraba, y a través de la palabra y de su experimentación acabó conociendo montones de platos incluidos en el recetario emocional de los hospedados. De esta manera aunque vivían en un pueblo al pie de la montaña de la provincia de Alicante, podía ofrecer un lacón con grelos, siempre con la complicidad de los mercaderes, o un pulpo a feira acompañado de un salmorejo al estilo cordobés. Le encantaba descubrir sabores nuevos y ofrecerlos a sus huéspedes como si de un especial tesoro se tratara. Entre todas las recetas, la que más magia necesitaba era la paella, que cocinaba de mil maneras. Una especie de intuición se fue desarrollando en su interior, y aunque empezó midiendo cantidades de agua y de arroz, con el tiempo todo lo echaba a ojo y siempre resultaba ser la cantidad adecuada y justa de cada uno de los elementos. El día que hizo por primera vez su paella de arroz jamás pensó que pasados los años esa sería su receta estrella. Antes de tener un trato tan personal con los ingredientes de sus platos, cuando jugaba con muñecas de trapo y saltaba a la comba con sus amigas, pensaba que cocinar un conejo era algo aberrante, tenía una forma tan clara de animal descuartizado una vez cocinado, que le resultaba imposible llevárselo a la boca. Pero los tiempos de guerra y la caída aplastante de la madurez sobre sus hombros la obligaron a darse cuenta de que es cosa natural alimentarse de otros seres vivos, y en la cadena alimenticia los conejos pertenecían a las carnes que gozaban de unas propiedades proteicas excepcionales. Así los conejos pasaron de ser sólo animales de compañía a potenciales ingredientes de su famoso arroz con conejo y caracoles. El resultado de su trabajo llegó a ser tan apreciado que incluso los oriundos del lugar se hospedaban en su casa para poder probar ese delicioso plato, ya que sólo siendo huésped se tenía derecho a desayuno, comida y cena.


    En una ocasión un visitante le preguntó cómo hacía su paella de arroz con caracoles, y Matilde empezó por los ingredientes: utilizo un  pimiento rojo, muy rojo, tanto como lo puede ser el interior de la sandía en plena época de madurez; ajos, dos cabezas de ajos bien lavadas, de esas cabezas rosadas como la tez de un bebé; un conejo grande, troceado con cariño y respeto, sin roturas de huesos innecesarias que después producen chasquidos en la boca al morder un trozo de hueso perdido por el plato, cortes limpios, a ser posible por la articulación debida, zona de partes blandas, entiéndase, hígado, corazón, pulmones, claramente localizados, no todo el mundo aprecia su sabor, cabeza sin globos oculares partida en dos; un vaso de tomate triturado, lo mejor hacerlo uno mismo con cuatro tomatitos bien rojos y con gran sabor; caracoles, serranos, grandes, mínimo como el hueso de una ciruela, bien lavados, cuidados, con su proceso de limpieza interior, y por su puesto, con su carne fuera de la concha; aceite de oliva, sal, perejil, un chorrito de vino blanco y azafrán. Parece sencillo, dijo el señor sin dejarla acabar. Matilde le respondió: todos los platos sublimes tienen unos ingredientes muy sencillos y una elaboración en la que el respeto de los tiempos es fundamental.  Supongo que con eso se hace un refrito, se echa el agua y se le añade el arroz cuando empiece a hervir, añadió el señor. Bueno, más o menos, no he dicho simple sino sencillo. El señor se marchó después de comer el arroz con caracoles, tras una noche de hospedaje, un desayuno, una comida y el café con pastas de té deliciosas que Matilde preparaba con su toque particular de canela.

    Pasados unos meses una mujer fue a visitar a Matilde. Le presentó sus respetos y su admiración, puesto que su fama como cocinera había traspasado los límites de su pueblo y muchas eran las personas que hablaban de sus exquisiteces culinarias. Sin embargo esa visita tenía una finalidad oculta que no tardó en aparecer, la de pedirle un favor especial. Por circunstancias de la vida, esas cosas que ocurren cuando uno menos se lo espera, el marido de la señora que tenía frente a ella estaba muy enfermo, en apenas unas semanas se había visto tumbado en una cama sin poder moverse debido a una enfermedad degenerativa que estuvo latente durante muchos años. No es que estuviera en una fase terminal, tal vez podría vivir años y años con una calidad de vida medio regular, pero lo que llevó a esta mujer a viajar hasta la hospedería fue la confesión de su marido diciéndole que una de las cosas que más le dolía de tener que estar inmóvil el resto de su vida era no volver a probar el arroz con caracoles que Matilde preparaba. Su marido le había contado que Matilde le habló de los ingredientes pero que la forma de prepararlo la dio por supuesta, y algo fallaba en su elaboración porque el resultado no era el mismo que él recordaba, a pesar de los muchos intentos de su mujer por cocinar ese plato. Matilde se vio muy afectada al conocer la historia y se prestó a cocinar un arroz con conejo y caracoles en ese mismo instante para que la mujer viera todo el proceso y supiera los secretos de su elaboración.

    Y así fue como comenzó el baile: los ajos volaron  hasta la sartén, previo corte lateral en forma de cinturón, el aceite esperaba caliente antes de saltar hasta él en compañía de los pimientos rojos, cortados en láminas se iban friendo poco a poco, hasta el tostadito de paseo y olé. Los ajos y el pimiento frito salieron a reposar a un plato hasta que se les llamase nuevamente para bailar. El siguiente en entrar a escena fue el conejo, tomando color en el mismo aceite, poco a poco llegó al moreno playero y en ese punto pasó a hervir en el agua junto con las cabezas de ajo. Allí nadaron lentamente, con su punto de sal. Varias fritadas de conejo, dependiendo de lo grande que sea, en la última se añade el vino, el tomate y los caracoles. De la olla a una paella, el caldo con el conejo y los ajos esperan al último ejército de sabor que pasa por la sartén. Y todos juntos bailan. Las cantidades de agua y arroz son imprecisas, más o menos tres de líquido uno de arroz. A tener en cuenta que muchos hablan de la proporción dos de agua y uno de arroz, pero todo depende de la cantidad de tiempo de cocción, la intensidad del fuego y la  fluidez del baile. Cuando ya estaban todos en la paellera se le echó el arroz, se movieron los ingredientes, y se le añadió una ramita de perejil y el pimiento rojo que se incorpora en el último número. Y no hay que olvidar el azafrán que le aporta color y sabor de sol. Pasado el tiempo de cocción y reposo, sólo resta probarlo. ¡Umm! Rico, rico.


    ¿Qué tal lo notas? ¿Crees que ya está en su punto? Bueno, está muy bueno, No sé cómo tienes tan buena mano con el arroz, querida, Tengo una buena maestra. ¿Podremos ir a verla pronto? Después de mi revisión anual quedaremos con ella para que vaya preparando los caracoles, Todavía no ha regresado de su viaje, volvió de los Fiordos noruegos en febrero y ya está enrolada en otro, a Nueva York, nada menos que cruzar el charco porque dice que le hacía ilusión ver la estatua de la libertad, ¿Y quién se ocupa del negocio? Su nieta, tiene todo el potencial y la magia. La llamaré un día de estos e iremos a probar su arroz de verduras, tiene su propio plato estrella, Dicen que tiene tanto arte como la abuela, por eso Matilde viaja tranquila. ¿Quién se lo iba a decir cuando abrieron la hospedería? Eran muy jóvenes según me contó aquel día, cuando se puso manos a la obra para enseñarme a cocinar este  suculento plato, la receta milagrosa que cambió el rumbo de tu enfermedad. Lo recuerdo perfectamente, a la vuelta de visitar a Matilde empezaste a mejorar, y ahí estás, hecho un mozo, estoy segura de que fue el arroz, Qué genio de mujer. Le han dado varios premios, pero para ella lo mejor  es el premio que le ha dado la vida, al poder viajar, por fin, y probar de primera mano los platos de los que tanto había oído hablar, con salud, y con  la tranquilidad de haber criado a todos sus hijos sin faltarles nunca un buen plato de comida en la mesa, ¿Cuánto arroz te echo? ¿Caracoles y conejo? Ya te lo sirvo yo querido.

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