La victoria de la risa
Las cosas no siempre salen como a uno le gustaría, la vida te sorprenderá, una y otra vez, aunque pienses que todo es muy predecible y que nada puede alterarse, verás, te darás cuenta, tarde o temprano, alguien pulsará un botón, alguien llamado destino, incierto, invitado irreverente, absurdo en ocasiones. La cuestión es que nunca, nunca, debes rendirte. Y si sucede, que te rindes, que flaqueas, que una depresión te arrastró hasta el fondo de un pozo invisible en el que no hay adónde asirse, entonces sólo cabe una cosa: dejarte ayudar.
¿Por quién se ha dejado ayudar ella? ¿Por su nombre? ¿Por la luz del sol del que nunca desaprovechó una cálida caricia? ¿Por la fuerza que da un hijo? ¿O porque sencillamente ama la vida y nunca ha querido perder el tiempo derramando lágrimas que no sirven para otra cosa que no sea el desahogo del primer minuto?
Su nombre es Victoria. La ciudad de su corazón es Córdoba, donde el sol brilla más cuando el Guadalquivir le hace un guiño a su Mezquita al cruzar por el puente romano. Tiene cuatro hijos y ama cada pequeña gota de arte que pueda alegrar a un corazón aburrido. La grandeza de su vida es esa fuerza innata de seguir caminando a pesar de todos los obstáculos que otros tomarían como excusa para cerrar la puerta, apagar la luz, sentarse en el sofá y utilizar un pañuelo tras otro secando lágrimas y limpiando mocos. Victoria no había tenido la suerte de poder estudiar, en su época no era importante la formación de una hija, no existía la obligatoriedad de asistir al colegio, así que a sus padres les bastó con que sus hijas supieran leer y escribir. Cosa distinta era haber nacido varón, como su hermano, y ser el pequeño de la familia, para él sí hubo obligación de estudiar y tener asegurado un futuro.
A Victoria su mamá le enseñó a coser, a ella y a su hermana, y así fue como entretuvieron a las horas muertas, vistiendo a otras mujeres. Ella no se enfrentó a su mundo, se dejó llevar por las olas, aunque eso no le impidió ver más allá, y arrastrada por esas corrientes marinas miraba las estrellas y soñaba con un mundo distinto. Y aunque su infancia y juventud estuvieron marcadas por el látigo machista que afectó a su formación, fue acariciada por el cariño de sus padres y nunca le faltó una taza de leche o un café calentito que su padre le preparaba en las mañanas de invierno. Es posible que el origen de su afición al café estuviera en esos días felices en los que su progenitor le ofrecía una tacita de cariño antes de salir a trabajar como mecánico de trenes.
La primera vez que la vi fue precisamente en una cafetería, y su cara expresaba su interior, reflejó su alma, y vi que era una buena persona, que nunca me haría daño conscientemente y que siempre tendría su apoyo. Yo llegué a Madrid dejando a mi familia atrás para formar una nueva familia al lado de su hijo. Ella hizo lo mismo cuarenta y tres años atrás. Dejó a sus padres, a su hermano, y a su hermana del alma y con apenas diecinueve años se casó, con un hombre al que aprendió a amar con el tiempo, y se vino a la capital. Su marido era un hombre muy trabajador, pero de puertas para adentro ella era la operaria, y en cuanto pudieron adquirir un terrenito, los ojos azules de ese rubio cordobés lo llevaban a rastras a su parcela, a él y a su familia. Demasiadas sesiones campestres para una mujer que adoraba el arte, el cine y la actividad cosmopolita. Pero ella no se rebeló, y fue haciendo bote tras bote de tomate en conserva, tratando de disfrutar de su día a día. Todo era mucho más complicado para ella puesto que su marido era incapaz de asumir parte de las tareas de su hogar de familia numerosa, así que conforme los hijos fueron llegando Victoria iba teniendo menos tiempo para ella misma y la entrega a su familia la abarcaba por completo.
Hoy en día los hijos nos absorben hasta la última neurona del cerebro, apenas respiramos libremente sin estar vinculados con ellos y sus tareas, reivindicamos un poco de tiempo nuestro y ayudados por los abuelos podemos disponer de ese preciado bien. Pero en aquel tiempo la escapada era más complicada y valiosa, prácticamente imposible. Ella no tuvo ayuda. Ella no pudo gritarle a nadie sus frustraciones, solo a una taza de café con leche bien caliente. A ella el café no la altera en absoluto, ejerce un efecto apaciguador y calmante de pesares, que su generosidad hace que se reparta entre las personas que están cerca.
Estaba yo en una mala época, o mala racha, o como queramos decirlo. Me sentía triste, apenada por las cosas que me sucedían, por las diferentes situaciones que me rodeaban. Físicamente me tambaleaba, y aunque no tenía una enfermedad grave, que supiera, la crisis y el miedo que reinaba a mi alrededor agudizaba temores hipocondríacos, llegando a sentir que más pronto que tarde una enfermedad silenciosa se haría sonora y me arrastraría hacia el tornado en el que sin saberlo ya me encontraba. Un tornado evocador de recuerdos tristes que tenían que ver con una depresión en plena fase de ahogamiento. Y sin embargo, todo iba bien: mi familia estaba bien; mis hijos rebosaban colores saludables; mi marido también estaba bien, con su trabajo, con sus aficiones, con su familia. Pero yo, cabeza visible del matriarcado conveniente en el que me encontraba, mujer activa, formada, con dos hijos maravillosos y un piso casi pagado, era sólo una frágil fachada. Era como una dentadura afectada por la enfermedad periodontal, que en silencio y con el tiempo se haría trizas. En este caso el mal de mi alma se vestía de rojo como la sangre y me iba envolviendo la mirada de una negrura purpúrea que apenas me dejaba respirar. Estaba deprimida. Necesitaba salir del pozo. Tenía que observar a la gente que me rodeaba. ¿Quién me podía ayudar? ¿Dónde sería posible encontrar una mano a la que cogerme con fuerza antes de caer al vacío? Pero todo el mundo estaba demasiado ocupado. Claro, ¡era eso! Tenía que ocuparme para dejar de pensar y seguir ahogándome. Entonces ocurrió.
Una de esas mañanas en las que me encontraba dando vueltas por la casa, mientras los niños estaban en el cole y mi marido en su puesto de trabajo (y dando gracias), hacer la cama se convertía en la labor más costosa del mundo; una mañana, como digo, en la que el sol era invisible para mí, sonó el teléfono. Era Victoria, había cocinado “Rabo de toro”, y me invitaba a que fuera a por una tartera y de paso tomáramos un café. Y fue un café terapéutico, con abrazo cálido, mirada comprensiva y silencio respetuoso. Ella me decía que me entendía, que no me hundiera, que la vida siempre te ofrece otra puerta para abrir, que todo pasa, lo malo también y que si ella pudo, yo también podré. Silenciosa como digo, ella entendía, ella sabía, ella era un tesoro humano que desprendía su brillo haciendo de este mundo un mundo mejor. ¿Cómo era posible tener esa calma? ¿Cuántas cosas no habría sentido en su piel lo suficientemente duras como para hundirla? ¿Cómo es que su bondad y su discreción no se vieron afectadas? ¿Una esencia de naturaleza fuerte?
-Hola, mi querido café, estaba deseando verte. Vaya día el de ayer. Y que luego haya gente que sea capaz de bromear con las borracheras y las “cogorzas” que se van a coger, por esto o por aquello. ¿Disfrutar?…, no sé en qué consiste la diversión. Yo sólo sé que llegó echando pestes por la boca, y empezó a decir tonterías, que ya ves tú las ganas que tenía yo de aguantar conversaciones sin sentido. Pues no se tenía en pie, y más parecía un trapo viejo que un hombre cauto. Pues claro, el del bar estaría contento, no sé cuánto se dejó entre copas e invitaciones, que digo yo que debería haberlos invitado a todos y limitarse a beber un zumito, o si quería una copa, pues vale, pero una, no diez, que es que no controlamos las medidas. Y el del bar todo contento, y yo aquí en casa, con la cena preparada, que acosté a los pequeños para que no escucharan tonterías, para qué, para nada. Ya sabía yo que mucho estaba tardando, si ya lo vi yo con ese ánimo, a ver a sus amigos, pues claro que son amigos, que lo que buscan es tomarse algo a su costa, porque si de verdad les importara pues lo mandarían para su casa, con su mujer y sus hijos. Cansada como estaba, muy cansada, que la batalla de ayer había sido buena, que si un niño se cortó con las tijeras, el otro se peleó con el hijo de la vecina y ahí fueron los hermanos a defenderle, que tuve que ir yo a poner orden, allá que bajé a la calle en cuanto que oí a la loca de la vecina gritándole a mi niño cuando el suyo fue el que había empezado, que ya ves tú la gracia. La cosa es que no paré. Sí, sí, si tienes razón, anda toma y come algo. Que lo que necesitaba era una ducha fría y bien fría. Pues me voy al mercado a comprar unas chirlas y unas gambas, y a ver si tuvieran un poco de bacalao, que a mi marido le apetece un poquito hecho al “pimpín”. Y a los niños les frío un poco de pescadito y de vuelta para el cole, que hay que ver lo que comen estos pequeños.
Ella estuvo sola, con cuatro hijos que apenas se llevaban seis años entre la mayor y el más pequeño, un marido que no colaboraba y sus padres a cuatrocientos kilómetros de los de antes. Y sin embargo, todas las mañanas su café con leche la esperaba atento, muy calentito y humeante, lleno de recuerdos. Ella que después de haber tenido que despedir para siempre a sus padres y a su marido, no se dejaba achicar por un día gris; ella que cocinó sin descanso y cosió hasta gastar las agujas y terminar bobinas y bobinas de hilos de mil colores; ella que acompañó a su marido enfermo de cirrosis, lo cuidó y lo mimó en todo momento hasta sentir su último suspiro; ella que cambió mil pañales que después hubo que lavar. Ella con su café con leche mágico empezaba el día con la fuerza y el impulso necesario para afrontar la vida y disfrutarla. Ella era la persona a la que mirar y en la que mirarse, de la que aprender y a la que agradecer su tesón y fortaleza.
Victoria es un modelo de mujer y creo que todos pueden aprender mucho de ella. Sé que ha sufrido mucho, aunque la forma de canalizar el sufrimiento no haya sido el llanto visible. Ella elige abrir la puerta y salir. Y así es como llegó a Brujas, Santiago de Compostela, Roma, Venecia, Florencia, Menorca, Lisboa, Granada, Tenerife, Turquía, y un largo etcétera lleno de países y ciudades distintas. Y abriendo puertas es como está explorando Madrid, descubriendo cada rincón y deteniéndose en cada iglesia que en algún momento le llamó la atención. Y sin dejarse achicar siguió asistiendo a exposiciones temporales o permanentes, visitando museos, yendo al cine y al teatro.
Es una de las mejores cocineras que conozco y es buena, su ingrediente principal es el cariño, se entrega en la elaboración y eso se nota. Se desvive por sus nietos, tanto como por sus hijos, pero con la relajación de saberse proveedora oficial de los caprichos de los pequeños. Es feliz con la sonrisa de los niños, y les basta abrir la boca y pedir algo para que la abuela corra, sin que exista forma posible de impedirlo, y salga a la calle en busca de aquello que un nieto suyo quisiera tener; no hay obstáculos que la puedan detener, irá a la tienda más cercana o lejana, al supermercado, al chino, a cualquier sitio buscando esos tesoros con los que alguien soñó en voz alta.
Cuando nos invita a comer en su casa es increíble, no creo que exista una anfitriona como ella, yo no la conozco. Se levanta mil veces, para ofrecerte cualquier cosa que ella crea que podrías querer, se adelanta a cualquier petición. Desde que la conozco, cuando hemos ido a visitarla a su casa hay una frase que siempre pronuncia: “Venga, a ver, ¿qué queréis tomar?”
Qué rico ese salmorejo cordobés, los flamenquines, el “pescaíto frito”, los negritos, los recuerdos de infancia y de vida. Qué cosas, aquellos tiempos felices, en los que un seiscientos la llevaban a Córdoba con todos sus hijos y su marido para rencontrarse con su familia, con Antonio Molina poniendo su voz y grabándose en la memoria, para siempre asociado a esos recuerdos memorables, cuando cruzar “despeñaperros” era una odisea de valientes. Tomará una cervecita fresquita con su hermana del alma y con su marido, y con toda su prole, y las flores de azar recargarán de fuerza cada gota de sangre de su cuerpo; y volverá a pasear por las callejuelas del centro para saludar a la Mezquita, y se adentrará nuevamente en ella, y si hay tiempo parará a tomar unas berenjenas con miel para endulzar el alma. Y si con suerte ya estuviera instalado el mes de mayo, ese paseo la llevará también por los coloridos patios, verdes esperanzados, y las cruces, y los coches de caballos, y los vestidos de gitana. Y el alma gritará feliz porque habrá retornado a sus orígenes, su mirada será una explosión de fuerza nostálgica despertando los recuerdos antaño vividos, y volverá siempre que pueda para llenarse de energía y seguir caminando.
Hay muchos tipos de persona, yo, por ejemplo, soy muy negativa, aunque tengo mucha fuerza, y en ocasiones puede ser arrolladora, me deprimo fácilmente, y hay momentos en los que soy incapaz de ver color, todo se torna gris y me resulta muy difícil seguir caminando por mis rutinas. Sin embargo otras personas son capaces de ver el lado positivo, o simplemente tienen la capacidad de reírse de las cosas, cambian el llanto por la risa. Es algo muy saludable. Victoria se ríe, tiene esa capacidad, su hijo, mi marido, también la tiene. Y creo que esa capacidad también la tenía el marido de Victoria, era capaz de reírse de las cosas más singulares. Se debieron reír muchas veces juntos. Victoria eligió la risa, se quedó con la risa. Y con el café, “un cafelito con leche muy caliente, por favor”.
Isolina Cerdá Casado
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