Domingo, un objeto de inspiración: El zapato.
Llevo varios días
pensando en este texto. Primero imaginaba a un zapato persiguiéndome, luego era
yo la que perseguía al zapato porque cuando éste se enteró de lo que quería
hacer con él se negó rotundamente a ser protagonista de ningún tipo de artículo
dominguero. En una clase de teatro contemporáneo, la profesora, Concha Esteve,
magnífica mujer, nos propuso un ejercicio curioso. Teníamos que coger un zapato
y observarlo, intentar deducir su vida, lo que nos inspiraba, aquello que podía
sugerirnos su imagen en solitario, sin su pie correspondiente y trasladar esa
vivencia suya a nuestro propio yo. Esto último lo recuerdo vagamente, tal vez
no fue del todo así. La cuestión es que yo cogí un botín, plano, de piel negra,
que se sujetaba al pie con las cordoneras; todavía hoy los utilizo, mi hijo
dice que parecen zapatillas antiguas de jugar al fútbol, han salido muy buenas,
las pobres, anda que no han trabajado llevándome a todas partes, siempre conmigo
encima. Todavía hoy recuerdo el día que las compré. Llegué corriendo a Murcia,
de la estación al centro de Murcia que es donde está la Escuela Superior de
Arte Dramático. Llovía muchísimo, y llegué con las zapatillas empapadas, iba a
estar todo el día en Murcia, y no podía estar con los pies mojados tantas
horas. Así que entré en una tienda, que casualmente estaba de rebajas y me
compré las camper y unos calcetines. Estaba en el aula de Teatro contemporáneo,
mirando al zapato, y de pronto, tras varios minutos de observación, empezó a
hablarme. Tal vez ahí se originó mi fascinación por los objetos, es posible,
creo que lo estaba personalizando, y comencé a sentir cosas fascinantes por la
vida de estos objetos. Cada alumno había cogido un zapato, y al colocarlos a
todos en el centro y caminar a su alrededor observándolos, las historias se
agolpaban en la mente. Los zapatos son objetos con mucha vida, hay que tener en
cuenta que cada paso que damos está acompañado por un zapato, el zapato no
puede hacer nada, es llevado, arrastrado, impulsado. Le guste o no el camino
que emprendemos permanece pegado a nosotros, en silencio, respetando nuestras
decisiones. Recuerdo aquel día que tuve una discusión con aquella bota campera,
era de esas botas que parecen de otro mundo, en el que hay pistolas, vaqueros, indios,
carruajes de diligencias: el mundo del western. Ella se negaba a ir al
zapatero, decía que era humillante para una bota recibir golpes y más golpes en
sus bajos fondos, y por más que yo traté de explicarle que era una manera de
alagar su vida, ella decía que su vida también incluía el desgaste de los pasos
dados. De nada sirvió el ejemplo de las fundas dentales, aquella bota tenía
demasiada personalidad. Ahora mismo me estoy sintiendo culpable por no haberla
obligado a ir a sus revisiones pertinentes, todavía estaría en este mundo. Todos
tenemos recuerdos en la mente de zapatos solitarios, con una imagen connotadota
de grandes historias. Ver un zapato al borde de una autopista te trae a la
mente una imagen trágica, y sin embargo puede que no fuera un accidente el
causante de su abandono sino que simplemente se pudo haber caído del coche en
marcha. Mi abuela Asunción guardaba en una especie de granero en su casa de
Galicia un montón de zapatos que en una época intentó vender mi padre, debió
ser una mercancía que en algún momento alternó con las alfombras, pues cuando
yo era pequeña, los miraba fascinada, por su antigüedad, su peculiaridad; y
aunque eran zapatos que nunca habían sido usados estaban cargados de historias,
la historia de la época en la que se hicieron. Unas zapatillas colgadas de un
cable de la luz es de lo más gracioso, te imaginas al corredor descalzo porque
las zapatillas huyeron aterradas ante las gotas de sudor que le caían encima. Hay
una película de Tim Burton, “Big Fish”, en la que aparece un pueblo cuyo
cableado eléctrico está repleto de zapatos y zapatillas colgadas en él, de toda
la gente que pasó por allí y se quedó, es increíble esa escena, y muy
recomendable la película. Yo soy un desastre, ya lo he dicho mil veces, al
entrar a mi casa hay un zapatero, en el exterior del mismo hay más zapatos
amontonados que en el interior. Todos ellos, zapatos rebeldes y cansados de
estar descolocados, me miran cuando entro en casa y me preguntan, ¿nos vas a
colocar hoy? Yo les digo que tengan paciencia, ya les llegará el momento. Ellos
están deseando que celebre algún cumpleaños en casa porque cuando tengo visita
previsible es cuando los intento colocar, más que nada para que los invitados
no se asusten y salgan corriendo ante esa amalgama de zapatos informe que los
recibe. ¿Y qué se puede decir de esos zapatitos del número diecinueve que en
algún momento llegó a calzar tu hijo, o tu hija, o un sobrino? Son zapatitos
tan pequeños, bien formaditos y cuquitos que te los comerías con un puré de
patatas tipo mona lisa. Hay una clase de patatas que se denomina así, lo sé
porque al tener un marido hortelano una acaba por aprender términos y clases de
hortalizas que nunca jamás pensó que pudieran existir. En fin, que creo que es
el momento de ponerme las zapatillas de andar por casa, como soy un desastre
tengo los pies cubiertos con calcetines de huellas porque no he localizado a
las susodichas escurridizas, o son muy perezosas y se esconden para que no las
encuentre y me las coloque, o es que mi desorden me lleva a no encontrar nunca
aquello que busco. Es más lo segundo que lo primero. Feliz domingo a todos, pónganse
los zapatos y salgan a dar un paseo, eso si los encuentran claro; a lo mejor, éstos,
hartos de esperar, se han ido solos a dar una vuelta por el parque y a tomar el
vermut, así se explicaría la imagen que presentan los bares desde el exterior,
no es por la crisis que están vacíos, es que los zapatos están dentro, sin sus
pies correspondientes, ellos de tertulia dominguera, recreándose en los
aperitivos escasos que pone el dueño del bar por la crisis embriagadora que nos
inunda a todos.
Isolina Cerdá Casado
No hay comentarios:
Publicar un comentario