domingo, 28 de abril de 2013

Mi colaboración en Héroes del Pensamiento. Domingo 28 de abril.


Domingo, un objeto de inspiración: El zapato.

    Llevo varios días pensando en este texto. Primero imaginaba a un zapato persiguiéndome, luego era yo la que perseguía al zapato porque cuando éste se enteró de lo que quería hacer con él se negó rotundamente a ser protagonista de ningún tipo de artículo dominguero. En una clase de teatro contemporáneo, la profesora, Concha Esteve, magnífica mujer, nos propuso un ejercicio curioso. Teníamos que coger un zapato y observarlo, intentar deducir su vida, lo que nos inspiraba, aquello que podía sugerirnos su imagen en solitario, sin su pie correspondiente y trasladar esa vivencia suya a nuestro propio yo. Esto último lo recuerdo vagamente, tal vez no fue del todo así. La cuestión es que yo cogí un botín, plano, de piel negra, que se sujetaba al pie con las cordoneras; todavía hoy los utilizo, mi hijo dice que parecen zapatillas antiguas de jugar al fútbol, han salido muy buenas, las pobres, anda que no han trabajado llevándome a todas partes, siempre conmigo encima. Todavía hoy recuerdo el día que las compré. Llegué corriendo a Murcia, de la estación al centro de Murcia que es donde está la Escuela Superior de Arte Dramático. Llovía muchísimo, y llegué con las zapatillas empapadas, iba a estar todo el día en Murcia, y no podía estar con los pies mojados tantas horas. Así que entré en una tienda, que casualmente estaba de rebajas y me compré las camper y unos calcetines. Estaba en el aula de Teatro contemporáneo, mirando al zapato, y de pronto, tras varios minutos de observación, empezó a hablarme. Tal vez ahí se originó mi fascinación por los objetos, es posible, creo que lo estaba personalizando, y comencé a sentir cosas fascinantes por la vida de estos objetos. Cada alumno había cogido un zapato, y al colocarlos a todos en el centro y caminar a su alrededor observándolos, las historias se agolpaban en la mente. Los zapatos son objetos con mucha vida, hay que tener en cuenta que cada paso que damos está acompañado por un zapato, el zapato no puede hacer nada, es llevado, arrastrado, impulsado. Le guste o no el camino que emprendemos permanece pegado a nosotros, en silencio, respetando nuestras decisiones. Recuerdo aquel día que tuve una discusión con aquella bota campera, era de esas botas que parecen de otro mundo, en el que hay pistolas, vaqueros, indios, carruajes de diligencias: el mundo del western. Ella se negaba a ir al zapatero, decía que era humillante para una bota recibir golpes y más golpes en sus bajos fondos, y por más que yo traté de explicarle que era una manera de alagar su vida, ella decía que su vida también incluía el desgaste de los pasos dados. De nada sirvió el ejemplo de las fundas dentales, aquella bota tenía demasiada personalidad. Ahora mismo me estoy sintiendo culpable por no haberla obligado a ir a sus revisiones pertinentes, todavía estaría en este mundo. Todos tenemos recuerdos en la mente de zapatos solitarios, con una imagen connotadota de grandes historias. Ver un zapato al borde de una autopista te trae a la mente una imagen trágica, y sin embargo puede que no fuera un accidente el causante de su abandono sino que simplemente se pudo haber caído del coche en marcha. Mi abuela Asunción guardaba en una especie de granero en su casa de Galicia un montón de zapatos que en una época intentó vender mi padre, debió ser una mercancía que en algún momento alternó con las alfombras, pues cuando yo era pequeña, los miraba fascinada, por su antigüedad, su peculiaridad; y aunque eran zapatos que nunca habían sido usados estaban cargados de historias, la historia de la época en la que se hicieron. Unas zapatillas colgadas de un cable de la luz es de lo más gracioso, te imaginas al corredor descalzo porque las zapatillas huyeron aterradas ante las gotas de sudor que le caían encima. Hay una película de Tim Burton, “Big Fish”, en la que aparece un pueblo cuyo cableado eléctrico está repleto de zapatos y zapatillas colgadas en él, de toda la gente que pasó por allí y se quedó, es increíble esa escena, y muy recomendable la película. Yo soy un desastre, ya lo he dicho mil veces, al entrar a mi casa hay un zapatero, en el exterior del mismo hay más zapatos amontonados que en el interior. Todos ellos, zapatos rebeldes y cansados de estar descolocados, me miran cuando entro en casa y me preguntan, ¿nos vas a colocar hoy? Yo les digo que tengan paciencia, ya les llegará el momento. Ellos están deseando que celebre algún cumpleaños en casa porque cuando tengo visita previsible es cuando los intento colocar, más que nada para que los invitados no se asusten y salgan corriendo ante esa amalgama de zapatos informe que los recibe. ¿Y qué se puede decir de esos zapatitos del número diecinueve que en algún momento llegó a calzar tu hijo, o tu hija, o un sobrino? Son zapatitos tan pequeños, bien formaditos y cuquitos que te los comerías con un puré de patatas tipo mona lisa. Hay una clase de patatas que se denomina así, lo sé porque al tener un marido hortelano una acaba por aprender términos y clases de hortalizas que nunca jamás pensó que pudieran existir. En fin, que creo que es el momento de ponerme las zapatillas de andar por casa, como soy un desastre tengo los pies cubiertos con calcetines de huellas porque no he localizado a las susodichas escurridizas, o son muy perezosas y se esconden para que no las encuentre y me las coloque, o es que mi desorden me lleva a no encontrar nunca aquello que busco. Es más lo segundo que lo primero. Feliz domingo a todos, pónganse los zapatos y salgan a dar un paseo, eso si los encuentran claro; a lo mejor, éstos, hartos de esperar, se han ido solos a dar una vuelta por el parque y a tomar el vermut, así se explicaría la imagen que presentan los bares desde el exterior, no es por la crisis que están vacíos, es que los zapatos están dentro, sin sus pies correspondientes, ellos de tertulia dominguera, recreándose en los aperitivos escasos que pone el dueño del bar por la crisis embriagadora que nos inunda a todos.

Isolina Cerdá Casado      

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