Tú que siempre quisiste hacer esto y que parecías tenerlo claro, tú que soñaste no pocas veces con publicar, tú que de pronto encuentras razones para seguir soñando, tú, tú, tú.
Eres demasiado consciente, demasiado carnal, vives las cosas de tal manera que estás llena de tatuajes invisibles que pesan tanto que aceleran los procesos callosos de tus pies cansados. Incluir callos en una reflexión profunda no ha quedado demasiado bien, lo sé.
Crear con un vaso de agua a tu ladito, crear el texto mágico, la caricia impresa, la confidencia sincera. Escribir sin un claro camino, sin saber hacia dónde voy, prácticamente ciega por este momento de entrega. Y a quién le importa el latido de mi corazón literario, a mí misma, a la niña que un día cogía una libreta y comenzaba a escribir sobre el mundo. Nunca podré ser escritora oficial porque lo mío es cosa de impulsos, me falta esa constancia y esa dedicación de la que hablaba Mario Vargas Llosa, me falta el oficio. Yo escribo por necesidad, necesidad real de contar algo que he vivido, algo que he visto, algo que me ha emocionado y me ha dejado huella.
Y como vuelvo a disponer del ordenador, sé de su presencia, sé que en cualquier momento me acerco y le cuento un cuento, pues ya se sabe, ahí que voy hasta él y me desnudo el alma sin ningún pudor.
Ay, no sé, casi que me voy a tomar un café con leche, tengo las manos heladas, como si hubiera estado cogiendo una bolsa de guisantes congelados durante un buen rato. Puede ser cosa de la circulación. Sí, la tengo fatal, las varices están ahí, me recuerdan que ellas tienen el poder de decorarme por fuera y manipularme por dentro. Los embarazos es lo que tienen, dejan huellas imborrables, mejor será no hablar de mi barriguita ni de mis pechos que los pobres aún andan produciendo lácteos. La cuestión es que los guisantes están muy sabrosos, no sé por qué a mi hijo no hay quien se los haga comer. Sí, ya sé, eso no viene a cuento. Es que hoy he cocinado un guiso delicioso e incluí los guisantes entre la verdura empleada. Supongo que de ahí utilizarlos para describir mis dedos fríos. Ahí están los pobres, metidos en un triste congelador la mayoría del tiempo y para una vez que forman parte de una fiesta culinaria van y se tienen que ver sometidos al rechazo de un niño malcomiente, qué injusta es la vida, de verdad. Ahora comprendo que lo peor que hay es sentirse como un triste guisante en el cubo de la basura, porque otra cosa sería llegar a un estómago y ser aprovechado de alguna manera por un cuerpo hermoso. Que aquí la hermosura no es lo que importa sino el latido de un cuerpo andante.
Lo peor de todo es que estamos a martes, todavía, aún no hemos llegado a la mitad de la semana y ya estoy deseando alcanzar el viernes. Por dios, esto es demasiado complicado. A ver si me preparo un recital y grito lo necesario.
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