Mil disculpas, se me subió el premio a la cabeza y me paralizó las neuronas creativas de textos improvisados, así que empecé a escribir con miras a premios varios y he presentado un texto y otro está en proceso. Disculpas porque a santo de qué tengo que dejar de entrar en este espacio mágico y gratuito en el que creo sin pensar en nada más que llevada por el impulso de la necesidad. Bueno, a ver, estamos en una sociedad en la que nadie me pone un café gratuitamente, ni nadie me ofrece una tostada porque hoy es hoy a no ser que sea la abuela de mis hijos, para todo tengo que abrir la cartera y soltar la pasta. No es de justicia tener que pedir disculpas por no escribir gratuitamente. Ya, ya, pero el que lee un texto mío no cobra ni un duro, lo hace gratis, y encima invierte un tiempo suyo unos minutos frente al ordenador ante una historia con sentido o sin sentido que yo escribo con la clara finalidad de que alguien le eche un vistazo. Porque sí, yo escribo para contar cosas, y porque lo necesito. De acuerdo, vale, no te agobies, el primer paso para hacer algo creativo que merezca la pena es que haya una necesidad detrás. También tengo que decir que han pasado muchas cosas desde entonces, desde que mi hijo paseara con el trofeo en mano mostrando a todos lo que había ganado su mamá a cualquiera que se le cruzara en la puerta del cole. Empezando por las propias turbulencias de una misma, siguiendo por un intento de arreglar mi vida económica de una vez por todas. No, no me iba a prostituir ni a invertir todo mi dinero en apuestas varias; pensé en lo que piensan todos los españoles a la hora de conseguir un trabajo estable: opositar. Es lo que tiene, durante el tiempo que dura el momento en el que te inscribes hasta que haces la prueba, estás creyendo que ese estado de estabilidad es posible. Hasta que suspendes, te quedas en las puertas, lo suficientemente cerca como para seguir creyendo que eso será posible en algún momento, tal vez en el cuarto intento. Lo último, un cólico nefrítico sufrido por mi marido, aún en proceso de recuperación, un parto larguísimo que todavía no ha llegado a la fase expulsiva. Y en medio, el dolor de conocer noticias tristes que afectan a niños, bebés que con nueve meses mueren asesinados por la negligencia, la violencia directa del maltrato o las drogas en sangre. Por dios, cuántas personas desearían tener un bebé para cuidarlo, mimarmo y quererlo. Y va el destino y los coloca en las manos equivocadas. Pobres angelitos que con apenas unos días ya están empezando a sufrir auténticos tormentos terrenales.
Bueno, pues eso que por fin he escrito algo con impulso auténtico. El calor ha llegado, el cole ha terminado (casi) y aquí estoy yo, con mi ordenador, con mi ropa por planchar, con las pastillas de nolotil para el marido parturiento, con el diccionario de inglés sosteniendo la receta del bizcocho de las monjitas y con el tocho de fotocopias de leyes varias recordándome su presencia una y otra vez. Y mis hijos que cuando estoy en máxima concentración me despiertan del estado onírico y me devuelven a los casos mundanos más básicos con gritos que arrancan arañazos impulsivos y los dejan marcados con el más puro amor fraterno, dos hermanos que se quieren y se pegan en la misma intensidad. Y una madre que se tira de los pelos desquiciada con los globos oculares a punto de salir botando y el rostro estirado por la desesperación histriónica. ¡CRISTIAN Y LARA! ¿QUÉ ESTÁ PASANDO? ¡AL PASILLO, LOS DOS! ¡A PENSAR! Y así fue como se gestó un hermoso cuento bíblico, Caín y Abel se convirtieron en Cris y Lar, y se arrancaron los pelos en presencia de su madre que acabó ingresada en un psiquiátrio de Londres para aprender inglés. Yes.
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