lunes, 27 de enero de 2014

Miradas.


   Acababa de dejar a mi hijo Cristian en clases de inglés. Hacía un frío que pelaba. Buscaba imágenes. Qué cosas, ahora necesitaba inspirarme en una foto de algo para escribir. ¡Qué absurdo! ¿A caso no era suficiente con ver, con sentir y plasmar? Pues no, ahora quería más, quería que mis textos estuvieran acompañados por imágenes de la realidad inspiradora. La verdad es que me siento absolutamente privilegiada, poder escribir cuentos, poder contar cosas, sentimientos, emociones, gracias al manejo básico del lenguaje. Hacía un frío terrible, ocho grados, tarde fresca.
    Vi unas rosas preciosas subsistiendo al frío invierno madrileño. Y comencé a fotografiarlas con el móvil, ahora me doy cuenta de lo útil de este regalo tecnológicamente avanzado. Las veía como un toque inspirador entre la sombría y difícil cuesta de enero. Todos vamos con nuestra historia a cuestas. Mientras escribo esto, sentada en unos bancos anaranjados en la recepción de la biblioteca Julián Besteiro, un señor se ha tomado un vaso de leche de la máquina expendedora, mojando en él unas galletitas cuadradas que traía de casa. Me recordó a mi papá, él de vez en cuando también pasea galletas envueltas en servilletas de papel.¿Será cosa de la edad?
    El señor debía tener setenta y pico años. Cada uno lleva su propio paquete de vida, una libreta en la que escribe sus cosas, mental, fotográfica o espiritualmente. Antes de sentarme a las afueras del recinto sagrado, estuve paseando por los pasillos llenos de libros. ¡Cuánto me queda por saber! ¡Qué pequeña me siento paseando cerca de tanta sabiduría encuadernada!
    Y allí, a las puertas de la biblioteca, en la calle, expuestas al frío y escuchando conversaciones de grupos de jóvenes fumadores que parloteaban excusados alrededor de una papelera oxidada, estaban ellas, una negra y otra blanca.
    Ellas eran amigas, se hicieron amigas a la fuerza, las colocaron juntas para que no se sintieran solas; la vida es bastante compleja como para no poder compartir con alguien las penas temblorosas. Al principio rivalizaban por ver cuál de las dos se llenaba antes de basura, hasta que se dieron cuenta de que era absurdo competir: llenarse de mierda no era un triunfo del que sentirse orgullosa. Ahora pasan frío refugiadas en el calor de una amistad bicolor. Miran de reojo a la planta que las mira desde dentro, en ese lugar privilegiado caldeado con gas natural. Nunca se sabe en qué lugar se va a encontrar a un amigo.

Isolina Cerdá Casado


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