Puede que no se aprecie demasiado, pero a lo lejos, allá en lo alto del cielo, se veía perfectamente los colores del arcoiris, mi hijo me pidió el móvil, yo conducía, él se ofreció a fotografiarlo con mi nuevo aparato. Nos dirigíamos a clases de inglés, él iba quejándose, que no quería ir a las dichosas clases que eran un aburrimiento, mi hija gritaba sentada a su lado en el asiento trasero del coche, los gritos tenían que ver con un manotazo que su hermano le había dado. Íbamos justos de tiempo, como siempre por otro lado, pero yo estaba estresada perdida, además de las quejas particulares que ambos tenían me sentía mal físicamente. De pronto uno de nosotros se percató de que había salido ese precioso guiño de color. Yo que les había mandado callar, con mis voces contribuía a mantener el ambiente cargado de tensión. Entonces tras la imagen me callé, mi hijo se calló, y mi hija también cerró su boca, todos quedamos fascinados disfrutando del paisaje celestial, hasta los cabezones parecían ser esculturas de bronce petrificadas en medio de una rotonda cualquiera de Leganés.
Isolina Cerdá Casado
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