domingo, 5 de enero de 2014

Diario de una copa de gin tonic.


    Es absolutamente inaudito, insoportable, extrañamente fascinante. ¿A caso le gusto? ¿Por qué me tiene que rozar con la máxima apretura de cuerpos? ¡Dichoso estropajo! ¿A caso se cree que yo estoy dispuesta a tolerarlo todo? El lavavajillas lagarto me acabó de rematar, después de pasarme la noche soportando los restos del delirio: unos cubitos derretidos que aguaban la ginebra y servían de refrigerio a los trozos de manzana y el zumo de limón, por no hablar de los restos de la ramita de canela. ¿Me merezco esto? ¿Tener que estar rebozada de jabón del barato? ¿Es que esos dos cuarentones no tuvieron su fiesta a mi costa con la excusa de tomarse un gin tonic? Yo fui el contenedor que usaron para emborracharse hasta las ranuras de las uñas de los pies. ¡Qué asco! ¡Si al menos me hubieran dado la oportunidad de reposar al lado de aquella copa seductora, altísima, bellísima e inusual para acoger un gin tonic hecho con deseo. Pero en el fondo lo entiendo, ella hubiera contenido mucho mejor un Ribera del Duero, si hubiera sido así, si su interior se hubiera teñido de rojo púrpura, no me hubiera podido resistir a esa seducción. Yo la miraba de reojo, justo unos segundos antes de que empezaran a echarnos líquidos, con el solo propósito de ingerirlos para después actuar con la frescura de unos gradillos liberadores de alcohol en sangre. La escena fue muy sugerente. El cuarentón acariciaba los mechones de pelo canoso de su mujer, más de diez años aguantando sus extrañezas. Al fin y al cabo ella tenía la paciencia suficiente de limpiar el váter cada vez que iba a hacer pis, e incluso recogía las prendas íntimas de su esposo tiradas por el suelo, sin el menor indicio de orden. Él la quería, no le importaba que su rostro se llenara de granos de vez en cuando, ni que dejara de depilarse por pereza; él siempre la deseaba. Sólo los gritos de su hija llamando a su madre entorpecían el momento dulce de desinhibición más absoluto en el sofá del salón. La madre dejaba a su marido, amante deseoso, y se iba a contarle el sexto cuento a su hija, con la esperanza de que se durmiera de una santa vez; no había manera, ni si quiera a las once y media de la noche podían estar tranquilos. 
    El alcohol empezó a hacer su efecto en mi cuerpo contenedor. Y lo que antes había sido una mirada, con el brindis de los amantes llegó el primer contacto con la otra copa. Ellos agradecían su amor incondicional, y las dos copas nos mirábamos sin saber muy bien cómo actuar. Jamás pensé que en algún momento de mi vida iba a liarme con semejante pivón. La cuestión es que ellos acabaron fusionándose con la mirada, lo que pasó con sus cuerpos no lo pude ver, se fueron a la cama y nos dejaron en el fregadero. Dos copas deseosas, borrachas, inusualmente unidas por el deseo ajeno. 
    Nos hemos hecho grandes amigas, una copa de gin tonic con una de vino. Las mezclas son siempre interesantes. Pero acabar con este jabón terrible pegado al cuerpo...no sé...prefiero recordarme brillante junto a ella.

Isolina Cerdá Casado


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