La mujer estaba absolutamente desesperada, acababa de darse cuenta de que el fin de semana prácticamente se había escabullido, sin apenas ser consciente, estaba harta de tantos quehaceres ingratos que apenas la llenaban por dentro pero los sabía necesarios para poder vivir por fuera, entre las cotidianidades mundanales del hogar.
Acababa de tomarse un café con leche, ya era tarde, demasiado para mantenerse activa estimulándose a base de cafeína, sin embargo era tal la desconexión que conseguía en ese momento de sorber el líquido caliente y reconfortante que no le importaba permanecer despierta hasta altas horas de la noche. El domingo se estaba acabando, tantas cosas que iba a hacer y sin embargo no había hecho. Salió a tender la última lavadora del día, no se explicaba cómo era posible ser tan guarros o pretender ser tan limpios, la cuestión era que ese día había hecho girar el bombo de la lavadora como tropecientas veces. Se puso una cazadora, tenía una pinta curiosa, si alguien la hubiera visto se habría tronchado de la risa, pero a ella no le importaba lo más mínimo, ni su pelo despeinado, ni sus zapatillas de andar por casa cuatro números más grandes, ni la cazadora gigantesca que la cubría casi hasta las rodillas; en realidad se había puesto lo primero que había encontrado para salir a la terraza. Parecía un personaje salido de las cavernas del siglo veintitrés. Su cara seguramente también. Sin maquillajes, ni cremas, ni nada de nada. Sin embargo, en cuanto salió a su particular trozo de cielo sintió estar envuelta en llamas, pero no eran peligrosas, ella no lo sintió así, se limitó a percibir el abrigo cálido del cielo, era una puesta de sol preciosa, podía imaginarse disfrutándola sentada en la orilla de una playa de las rías bajas gallegas, sabía que algún día llegaría ese momento. Qué suerte haberse tomado aquel café y estar tan espabilada viendo el cielo llameante. A lo lejos escuchó gritos, sus hijos se habían enganchado nuevamente, ¿qué motivación tendrían esta vez los gritos de las fieras? Entonces volvió a la tierra, por un momento se había alejado tanto de su realidad que le costó volver al mundo, se dio cuenta de que no tenía arena blanca bajo sus pies sino unas zapatillas de andar por casa del número cuarenta y tres, tampoco tenía un bañador dorado lleno de perlas blancas sino una cazadora del equipo de fútbol de su marido, su pelo no bailaba libre al son de la brisa marina sino que estaba recogido malamente en un pretendido y malogrado moño. Y aunque el barreño estaba lleno de ropa húmeda, esperando ser colgada de las cuerdas, y sus hijos seguían con el cántico guerrero, ella sonreía feliz, por suerte, a pesar de que ya se había zampado el fin de semana, todavía le quedaban los resquicios más suculentos: una puesta de sol inspiradora bailando sobre los tejados.
Isolina Cerdá Casado
No hay comentarios:
Publicar un comentario