Unos columpios, unas porterías, nada son si no hay niños llenándolos de vida...
Estaba sentada en el coche, mi hija estaba conmigo en el interior del vehículo, esperábamos a mi marido que había ido a hacer unas gestiones rápidas y no había manera de dejar el coche bien aparcado. Entonces me puse a mirar la vida pasar, dedicando tiempo a mirar a la gente que pasaba, todos con su velocidad, con un objetivo, vidas con ritmo acelerado. De pronto pasó un señor mayor, debía tener unos ochenta años, caminaba despacio, era el único de todas las personas que habían pasado ante mis ojos que no tenía prisa, andaba con tranquilidad, a un paso más bien lento. Se detuvo a mirar a unos niños que jugaban en el parque. Entonces yo quise entrar en su cabeza, saber qué estaría pensando, tal vez buscaba a uno de sus nietos, aunque a lo mejor simplemente miraba a esos alegres niños ajetreados, que jugaban divertidos bajo la atenta mirada de sus padres y abuelos. Estuvo unos instantes mirando hacia el parque, luego miró el cielo, estaba algo nublado pero no llovía, y siguió su camino. Entonces recordé el libro que había visto en la biblioteca, estaba ojeando títulos, no iba buscando nada en concreto, simplemente me estaba deteniendo en la belleza de algunos títulos, dejándome seducir por el tacto del papel, imaginando cuál sería el contenido. La cuestión es que vi una sección: "Mayores", y me puse a ver qué títulos tenían en aquella sección. Había libros para envejecer con salud, para envejecer en forma, de actividades que aconsejaban para determinadas enfermedades. Pero me llamó la atención un título: "Qué pasa cuando llega la vejez". De pronto sentí que del mismo modo que habían llegado los cuarenta, con la misma vertiginosidad llegarían los setenta, y tuve la sensación repentina de que la vida era demasiado corta, de que incluso lo milagroso en estos tiempos que corren sería llegar a cumplir setenta. Sentí pánico, ¿qué podía hacer yo? ¿vivir más intensamente? Pero si mi vida no podía estar más estrujada, apenas tenía tiempo para nada, ¿qué hacer para evitar el desastre? ¿Pero a qué tenía miedo?
Tenía miedo a demasiadas cosas, a morir, sobre todo por mis hijos, porque el hecho de que si yo no estuviera, ¿quién iba a hacer por ellos todo lo que yo hago? ¿Acaso se podía pensar en un buen momento para morir? Y por otro, el miedo a que llegara a tener esos setenta años con la sensación de no haber hecho en cada momento aquello que quería hacer. Luego también me vinieron a la cabeza las muchas muertes que han sucedido en apenas unos días de gente que conocía de alguna manera, y gente que sin conocer de forma directa era como si estuvieran caminando conmigo largo tiempo. Entonces un chorro de desesperanza me invadió. Al final las desgracias hacen que muchas de nuestras luchas pierdan su sentido, que el impulso que nos lleva a emprender caminos desaparezca arrollado por la tristeza profunda que el dolor instala en nuestra alma. Y en ese momento qué, ¿qué es lo que nos hace seguir caminando? ¿De dónde sacamos las fuerzas para seguir?
Contemplando a ese señor de unos ochenta años me di cuenta: el sentido está en la misma vida, en esos niños que empiezan a caminar y que no se merecen sentir nuestra tristeza, en ellos está la energía a la que agarrarse, en ese brote de vida que hace que renazca nuestra esperanza, esa pureza primigenia, ese ser noble, bueno, indefenso...
Y de este modo hablamos de angelitos, de estrellas nuevas en el cielo, de restos de aquellos que se fueron y que estarán para siempre con nosotros, y cuando nosotros nos vayamos seguiremos estando en otras personas para las que seremos almas eternas, provocaremos tristeza con nuestra partida pero todo tendrá un sentido.
Y todo porque aquel señor miró el cielo, supo que iba a llover y decidió marcharse a casa tranquilamente antes de que empezara a caer la lluvia. Aquel señor sabía de la importancia de jugar en el parque, por eso sonrió al ver a los niños, y se fue a su casa porque no quería mojarse, caminaba tranquilo, no tenía prisa, ¿para qué tener prisa? El tiempo iba a pasar de todas las maneras, tarde o temprano iba a llover, así que mejor estar bajo techo. El hombre desapareció de mi vista. Y entonces empezó a llover. Lloré. Demasiada gente buena que se había marchado a poblar el cielo en un corto espacio de tiempo.
Isolina Cerdá Casado
No hay comentarios:
Publicar un comentario