viernes, 5 de julio de 2013

Esa sensación repentina.

    Íbamos paseando por una tienda de jardinería, mis dos hijos, mi marido y nuestra perrita Paty, allí fue donde compramos las preciosas flores que aparecen en la siguiente captación de imágenes.
    
    Éstas son las jardineras que hay en mi terraza, pues bien, paseábamos felices, mi hijo con esa vena consumista que últimamente le posee cada vez que entramos en una tienda, sea del tipo que sea, estaba empeñado en que le compráramos un cactus, había visto uno de medio metro que valía ciento y pico euros, casi salía más barato irse al desierto a divisar uno en su propio entorno. Al final el niño se salió con la suya, he aquí la prueba:

    Pero lo que quería contar aquí, no era el impulso de pedirlo todo del niño, o el paseo feliz de la familia por  pasillos llenos de flora y fauna, también estaban expuestos peces, gatos, perritos y pájaros. No, lo que yo quería contar es una sensación repentina que tuve, que no se lo conté ni a mi marido porque no cuadró la cosa la verdad, ahora nuestra comunicación es mucho más fluida, ambos nos hemos dado a la bebida y parece que fluyen las palabras más ligeras, eso sí, algo trabadas también. Nos lo aconsejó el terapeuta, "de vez en cuando ábranse una botella de vino de gran calidad, uno de crianza del 2007 de los montes pirineos, utilicen una gran copa de cristal de bohemia, y que fluya la comunicación". Pero como este señor no nos dijo ni cuántas botellas ni durante cuánto tiempo debíamos seguir la terapia, estamos pedo todo el día, a mí las albóndigas me salen alargadas, yo les explico a mis hijos que son una nueva modalidad pero me da que sospechan algo, no entienden que su padre lleve carmín por la cara en forma de besos pegados.
    Pero lo que quería contar aquí, vuelvo al asunto, es esa sensación repentina que tuve. Fue como el despertar de un recuerdo que por unos momentos permanecía adormilado en alguna parte de mi alma. Paseaba por el pasillo de las orquídeas cuando pasó por mi lado una mujer de unos cincuenta años, con un pelo rubio teñido con mucho estilo, un vestido azul marino repleto de flores precioso y unas sandalias de piel como las que tal vez hubiera elegido alguien como mi tía Conchi. Sentí como una chispa, se parecía tanto a ella, una aceleración del pulso, una alegría brevísima, ¿por qué no podía ser ella? Me dejé acariciar por esa posibilidad, y sentí por unos breves instantes el bienestar que me producía estar cerca de ella, algo de su ser que me acariciaba, me mecía, sentía como propio. Y se fue, así, sin más, porque había llegado su hora. Se fue la mujer que despertó en mí ese recuerdo, se fue allá lejos, hacia el pasillo de los crisantemos, no, no hay crisantemos en esos pasillos. Hay mujeres de verdad, vivas, que han de aprovechar cada segundo de su vida porque podría ser el último. Me fui corriendo a buscar los cactus, y le compré uno a mi hijo, éste más feliz que una perdiz, tomó el cactus entre sus manos y se pinchó, pero en lugar de llorar, últimamente llora hasta por el roce de una servilleta, dijo que no le dolía, y nos fuimos con las plantitas y el cactus a nuestra casita.

    Esa sensación instantánea quedó allí, pero también se vino conmigo, y aquí la tengo, pegada a mi corazón, esa pena perenne por las despedidas forzosas forma parte de mí, de mi íntima tristeza, de la tristeza compartida, del dolor con el que cargo, aquí dejo la foto, la foto llena de lágrimas escritas con la que he inmortalizado ese instante esperanzador pero brutalmente aplastado por la cruda realidad de su fallecimiento, ya va a hacer un año dentro de unas semanas.

Isolina Cerdá Casado

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