viernes, 27 de septiembre de 2013

Un día más.


    Me levanté, era obligatorio, ellas estaban esperando. Lo primero en salir de la cama fue la pierna izquierda. Tenía el cuerpo dolorido. ¿A caso la noche anterior había estado haciendo algo que supuso un gran esfuerzo físico? La verdad es que no recordaba nada, solo sentía carga en los músculos. Unas líneas de luz entraban por las rendijas de la ventana. El sol se empezaba a manifestar, iba a ser otro día caluroso. Me calcé las zapatillas de andar por casa, miré a los peces, estaban pegados al borde del acuario recordándome que debía echarles algo de comida, cogí el bote amarillo que apestaba a pescado y lo volqué con tiento para que no cayera demasiado, no fuera a ser que murieran por un atracón. Tras levantar la persiana, y ver un incipiente cielo azul me dirigí al cuarto de baño. Tenía los ojos prácticamente pegados, qué pasaba, ¿había dormido tan bien que mis ojos se negaban a ver la realidad de mi vida? ¿Era mejor distraerse en paisajes oníricos que darse de bruces contra una realidad infumable? ¿Era mejor ir legañosa todo el día tratando de enturbiar lo evidente? Yo siempre tendía hacia la misma negatividad, y en realidad llevaba una vida bastante cómoda, no se podía decir que tuviera una mala vida, yo era feliz, pero en ocasiones sentía que toda esa felicidad no era más que una ficción, era algo puntual, transitorio. Me eché toda el agua que pude en la cara, la ceguera matutina desapareció tras el enorme torrente. Ahora sí podía confirmar que estaba viva. Mi siguiente reto era elegir qué vestirme, siempre me veía ante la misma duda, y qué importaba, al final siempre acababa yendo de lo más desentonada con el resto del mundo. Me apetecía el negro, pero yo era balsámica y azulada, así que los vaqueros y una sencilla camiseta acabaron siendo los elegidos. Qué bien me hubiera venido un camarero servicial que me preparase el desayuno y que la entrada en la cocina fuera un simple paseo para desfilar ante el frutero con aires irreverentes e ir directamente al salón a disfrutar de un café y unas tostadas recién hechas con mantequilla y mermelada. No, no había nadie, estaba sola, debía poner la cafetera, llenarla de agua y de café molido y que se produjera la magia del líquido reparador. Desde hacía mucho tiempo venía prometiendo falsas determinaciones para dejar el café, pero estoy realmente enganchada a esa sustancia llena de excitantes negros y atractivos. Puse la cafetera en el fuego y esperé, al mismo tiempo las tostadas se iban haciendo, así que me puse a mirar por la ventana, y mientras estaba en una especie de ensimismamiento matutino vi a aquella mujer empujando la silla de ruedas. Siempre estaba sonriendo, con una cara afable y cariñosa. El marido tenía algún tipo de enfermedad degenerativa que lo fue dejando sin movimientos hasta el punto en el que se encontraba en este momento, teniendo que ser llevado con una silla de ruedas porque había perdido toda su autonomía física. Aquella mujer tampoco tenía un camarero que le sirviera un café, encima tenía que empujar una silla de ruedas en la que iba su amor, no sólo su marido. ¿De qué narices me estaba quejando yo? Bueno, cada uno tiene que aprender a llevar su propia carga, no sirve de nada pensar en la carga de los demás, eso no relativiza para nada el peso de tu desesperación. Tienes que prepararte tu café, y tienes café que preparar y pan para tostar. ¿De qué te estás quejando? No me quejo de nada, solo digo que hay momentos en los que hasta preparar un sencillo café se convierte en algo difícil y complicado.

Isolina Cerdá Casado

  

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