martes, 3 de septiembre de 2013

La felicidad, Rosa y el miedo.

    En muchas ocasiones es suficiente con estar vivo, no necesitas más para sentirte el ser más afortunado de la tierra, sin embargo, en otro momento no dejas de emprender nuevos caminos para ver si alcanzas el bienestar y el solo hecho de iniciar algo y saberte camino a la consecución de un objetivo es lo que te llena por dentro. Sin lugar a dudas, ahora lo tengo claro, se me presenta transparente como el rollo de film que envuelve los filetes: la felicidad es un estado personal, una percepción muy subjetiva. Somos tan complejos pero a la vez tan simples. Ser capaces de sentirnos plenos con pequeñas cosas es inteligente, una vez que tenemos, eso sí, las necesidades básicas cubiertas. Yo tengo las necesidades básicas cubiertas, si no fuera así, debería ser capaz de sentirme feliz si pudiera alcanzar un buen plato de espaguetis, pero qué pasa cuando puedes tener ese plato delante de tus narices y comerlo cuando quieras, pues que ya no te hace feliz, sin embargo debería hacerte feliz igualmente, o  deberíamos ser capaces de sentirnos felices con cada una de las cosas que podemos disfrutar por pequeña e insignificante que pudiera parecer.
     Recuerdo una escena de la que pude ser testigo, mi tía, que había llegado de Brasil y pasaba una temporada en Galicia, hablaba con su hija que estaba en Río de Janeiro y atravesaba un momento difícil, anímicamente estaba destrozada. El consejo que Rosa le dio fue que mirara las flores. ¿Cómo que mire las flores? ¿A caso las flores la iban a tranquilizar? ¿Le iban a consolar  esos seres vivos de mil colores pero mudos como un transistor sin batería ni corriente eléctrica? No, las flores no le iban a decir nada, era ella la que tenía que ser capaz de escuchar. ¿Pero escuchar qué? Ser capaz de respirar profundo y mirar más allá de la flor, en su interior. En ese espacio donde los monstruos persiguen a las niñas buenas y a los niños nobles, en donde hay espadas que cortan el alma y la dejan enferma permanentemente, dolorida, ese lugar oculto a unas vendas palpables, sin posibilidad de poner ningún antiséptico efectivo que evite infecciones. Así que muchas veces me veo así, mirando fijamente a las flores, esperando descubrir en ellas la inteligencia emocional de esa rosa preciosa que está llenando de colorido el cielo. Cuando Rosa estaba entre nosotros, no era imaginable el mundo sin ella, lo mismo pasaba con mi madre o con mi hermana.
     A veces me ocurre algo terrible, de esas jugarretas del alma herida, el miedo al monstruo se manifiesta imaginando otros monstruos que vienen a invadir mi tranquilo pueblo. Entonces recuerdo esas ideas imposibles de antaño, las ideas que el paso del tiempo pisoteó como quiso, la imposibilidad, lo inimaginable de ciertas ausencias, de personas a las que querías tanto que la fuerza del amor que despertaban en ti hacía que pareciese imposible que dejaran de estar caminando por la vida. Pero ya no están. ¿Y si tú dejaras de estar? De repente piensas que tú misma podrías desaparecer, ¿qué pasaría con tus hijos? ¿quién cuidaría de ellos? Sí, es cierto, estaría su padre, estarían sus tíos, pero ¿y su madre?
     Mil cuchillos cortan la paz. Tranquila, mira las flores. No ha pasado nada de eso. Estás viva, estás bien. Sí, pero los monstruos del miedo emiten sonidos estridentes y me angustian hasta lo indecible.

Isolina Cerdá Casado

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