Y qué sabía él de lo que le iba a deparar la vida. Pues lo mismo que todos, nada. Nada de los besos con aliento a vieja, nada de los apretones impulsivamente cariñosos en la mejilla, nada del calor de un regazo cariñoso. Y aunque todo lo que encontró no le resultó agradable, la mayoría de las sensaciones fueron un regalo de vida. Le gustaba mucho el olor a tierra mojada que lo impregnaba todo tras una lluvia de esperanza. Lo tierno de tener a un bebé recién nacido entre tus brazos, la misma ternura que percibía el bebé inspirador. La mirada cruzada llena de deseo, o de impulso juvenil, o de sensaciones nuevas que jamás antes se permitió. Tampoco podía olvidar la mirada del enfermo, él, que nunca había enfermado, él, que jamás había ingresado en un hospital ni para enyesarse una articulación de niño travieso, que lo fue, y mucho. Ahora, que la veía a ella temblar de miedo, no podía expresar su dolor, porque ella era lo mejor que le había pasado en la vida, una mujer que le acompañaba en todas sus afrentas, en sus batallas, que comprendía sus momentos de evasión en solitario. Ahora, cuando estaba solo, no liberaba el alma, bueno, un poco sí, aprovechaba para llorar, dejaba caer las lágrimas, acercaba la taza de café a sus labios y siempre le caía alguna pena mojada en él. El dueño del local sabía que no iba al bar buscando conversación, ni para llenar horas de hastío, ni para entretener el alma con alguna partida de mus, Roberto solo quería llorar tranquilo. Esa noche Matilde no podía descansar por el dolor, ya le había pasado antes, pero esa noche lo vio claro, su mujer estaba verdaderamente mal. No había perdido la esperanza, eso nunca, cuando ella apareció en su vida lo hizo en el momento más oportuno, cuando apenas un hilo de luz entraba por la ventana. Matilde fue su esperanza, no podía fallarle ahora. Ese día el café estaba más salado de lo normal. Pero no tiraría la toalla. Decidió añadir azúcar. Antes de subir a casa compró kilos y kilos de azúcar, sabía que Matilde no podía tomar azúcar en exceso, pero él solo quería rebozarla, llenarla de esperanza, de fuerza.
Qué sabía él de la alegría, la verdadera alegría energética, la que proporciona la esperanza, la que da la curación, porque Matilde tras esa noche floreció, flores de colores. Comprendió que la palabra milagro existía porque en ocasiones sucede, se produce, se crea, se fuerza el milagro. Pero qué sabía él de todo aquello, solo era un hombre.
Isolina Cerdá Casado
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