lunes, 29 de agosto de 2016

Embobada

Estaba muy oscuro, demasiado, la botella de plástico vacía le indicaba que debía hacer algo si es que quería calmar la sed, ya no le quedaba agua, pobre, hija pues nada, seca, te quedas seca. No sabía qué iba a hacer con esa mirada amarilla, era desafiante para ella, tenía miedo. Hacía tiempo que no sentía eso: miedo. El frutero estaba lleno de tomates, estaba segura de que algo haría con ellos, se preguntaba qué narices se podía hacer con tanto tomate, la verdad es que eran unos tomates deliciosos, sabían a tomate, no era habitual, la verdad, los tomates no solían saber a tomate de verdad, tenían un extraño sabor artificial que no sabía muy bien a qué era debido. La cartera estaba vacía, no la había mirado pero lo sabía, no era una cartera propiamente, se trataba de un monedero negro, tanto como lo estaba su interior vacío, el del monedero, no necesitaba abrir la cremallera, ella sabía muy bien lo que había en cada rincón de su casa, especialmente cuando se trataba de dinero. El dinero era un bien preciado para ella, todo lo que había en su casa lo era, con todos los objetos que habitaban en su casa había vivido historias, sentido cosas, compartido tiempo, algunos tenían carga emotiva y sentimental, con todos se sentía enlazada y siempre le costaba horrores desprenderse de alguno de los objetos que poblaban su hogar. En realidad lo del dinero era meramente un objeto tramitador, con dinero podía acceder a muchas cosas, lugares, personas, comida. A su hijo le gustaban mucho los yogures de chocolate con nata, solo los de una determinada marca, eran caros de narices, pero a ella le encantaba ver cómo disfrutaba el enano comiendo esas copas. Hubo una época en la que no controlaba el dinero, en ocasiones se encontraba billetes sueltos en algún bolsillo, o en algún cajón, eso la llenaba de alegría, hacía mucho tiempo que no le pasaba, porque cuando algo escasea se tiene controlado hasta el último resquicio del mismo, era cierto que algún céntimo sí se descontrolaba, pero nada de billetes, ya no le sorprendían billetes verdes, ya no le sorprendía nada. Pobre mujer, se daba cuenta de que ya solo le sorprendían las nuevas canas, o los rasgos de madurez acentuándose en su rostro, o en la barriga, o en los brazos. A veces se miraba al espejo y se sentía rara, se veía tan distinta, era como si percibiera los cambios de golpe y porrazo, y se preguntaba en qué momento había ocurrido, y qué suerte por otro lado, lo de que vaya ocurriendo, lo de que el tiempo vaya pasando y ella siguiera ahí, viva. Conocía a demasiada gente que ya no estaba. Lo peor era que tenía la sensación de que se había perdido algo, sí, no sé, algo de vida por vivir. Como si hubiera podido hacer algo como bailar, o cantar, o reír más incluso, no sé, esas cosas que todo el mundo hace, no se trataba de copiar a nadie, sino de que saliera de sí misma, tal vez se había equivocado, pero ¿en qué? No sé, de pronto sintió ganas de vivir una aventura, y no era una aventura de una noche, bueno, es decir, no pensaba en sexo o algo así, qué sé yo, pues una aventura con el butanero, en realidad tenía gas natural, pero vamos que no se trataba de eso. Ella pensaba en aventura tipo viaje mochilero, en plan descubrir el mundo y a la gente, sin prejuicios y sin redes paralizantes, no sé, en plan espíritu libre. ¿Era que se sentía atada? Tal vez se trataba de ese tipo de cosas que atan con cuerdas invisibles, de miradas de lobo hambriento. Tenía hambre. Uf, qué hambre. Pensando, pensando, se había olvidado de comer. Su pequeño estaba pasando el día con su tío. Y ella siempre giraba en torno a él. Su yo maternal la había fagocitado. Así que al no estar su pequeño, ella no sabía qué hacer. Se quedó embobada mirando el ojo amarillo de aquel extraño lobo rojo del cuento. Amarillo, rojo, amarillo, rojo, amarillo, rojo y dorado.

Isolina Cerdá Casado

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