sábado, 20 de agosto de 2016

Cadenas invisibles y lazos de esparto

    De pronto se encontró perdida en la selva. Un mundo lleno de sorpresas llevadas a cabo por las maravillas de la naturaleza. Pero ella no tenía la capacidad suficiente para apreciar su valor, no había tenido la oportunidad de ser abrazada por él. Se sentó en el suelo, un trozo de suelo despejado, sin dolor, sin verde, sin palabras bruscas ni miradas acusadoras, y allí se encogió toda, replegó su cuerpo todo lo que pudo, sus rodillas pegadas a su cara, los brazos envolviendo toda la parte de sí misma que podía ser abarcable por unas extremidades temblorosas, la melena negra cayendo sobre sus pies dormidos. Al principio los pobladores de la selva la miraban desde la distancia, poco a poco se acercaban a ella, se atrevían a pasar a su lado, incluso alguno la rozaba. Ella solo quería protegerse ante un mundo desconocido. No quería verse arrollada por las prisas, ni deseaba ser atropellada por ningún loco caminante, tampoco quería ver cómo se destruían los unos a los otros. Cerró los ojos y se quedó esperando a que los vientos cambiaran.Tal vez no era solo cuestión de esperar, lo mismo el mundo que la rodeaba esperaba verla en toda su esplendor de mujer fuerte y vital. El mundo no sabía de las cadenas invisibles que como mujer debía soportar, no, no sabía nada de los lazos que la aprisionaban, de las palabras que la amartillaban. Era una selva, lo que para una occidental que camina entre bloques de hormigón supone una selva. Todo eran miedos, monstruos con pinchos disfrazados de tiernos amantes. Debía levantarse, debía caminar. Cadenas invisibles y lazos de esparto. No estaba sola. Todas, todas estaban atrapadas.Una noche algo pasó. Un grito que se formó con la suma de millones de gritos, un grito poderoso, un grito liberador. Todas gritaron al mismo tiempo. El grito se fue haciendo más fuerte. Era un grito sobrecogedor y paralizante. Ese grito la hizo levantarse, ese grito la impulsó a seguir viviendo. Cada vez que un monstruo levantaba la mano, o intentaba clavar un cuchillo o aplastar la cabeza sin piedad, el grito entraba por los oídos del salvaje, se apoderaba de él y todo el mal que quería verter sobre el corazón de la mujer se volvía contra él, para que supiera del dolor, para que fuera conocedor de esos pequeños gestos que mataban como grandes errores salvajes que esparcen sangre. 

Isolina Cerdá Casado
    
     

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Semanal 1: Clic

Vamos, empieza ya, escribe, sobre lo que sea, oblígate, siéntate y dedica un tiempo a la escritura. Sabes que hubo un tiempo en el que la es...