No pasa nada, tienes la sensación de que no está pasando nada, y sin embargo sí pasa, pasa mucho, siempre pasa mucho, siempre está pasando algo, en un instante mil llantos, mil risas, mil carreras, mil bromas, mil miradas al mundo, mil cruces de palabras: mil por mil, vida.
La mujer que no se podía mover, la que necesitaba de las manos de Berta, la que no era capaz de caminar hasta la ventana para echar un vistazo a la calle desierta, esa mujer que ya no controlaba ni el cuerpo ni las palabras, murió. Cinco hijas y solo una se compadeció de ella, cinco hijas y solo una la estuvo acompañándola hasta que el otro día se despidió para siempre de la única hija a la que lanzaba sus esputos con palabras hirientes. Eso era así porque en realidad era la única que estaba a su lado y la escuchaba. Berta siempre había tenido un corazón inmenso, tanto que en ocasiones le impedía caminar, por el peso, tener que cargar con tanto sentimiento le resultaba muy difícil en determinados momentos, ella no sabía porqué le pasaba eso, pero cualquiera que la hubiera tratado un poquito concluiría a ciencia cierta: "A esta mujer le pesan sus emociones". No es algo malo necesariamente, su grandeza le permitía disfrutar de pequeños placeres que pasaban desapercibidos para el resto de los mortales. Si alguien se iba de viaje y le preguntaba qué le podía traer, ella pedía una piedrecita contenedora del viento, la tierra y el impulso del que se la ofrecía.
Berta era una diminuta gota en medio del mar, cerca de la orilla, expuesta a quedar posada en una roca y desaparecer en una caricia de sol, dejando apenas un rastro imperceptible de sal.
Isolina Cerdá Casado
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