Domingo, un objeto de inspiración: Envases.
Por un momento he
dudado, bueno, en realidad me paso la vida dudando, pero hoy, en este domingo
con un cielo azul chisposo, no tenía muy claro hacia donde iba a dirigir la
mirada creativa. Qué objeto podía ser el protagonista. Me dije que podía
escribir sobre los envases, que anda que no tenemos receptáculos variopintos. Andaba
yo paseando por casa, con esa mirada inquisitiva que provoca cierto respeto en
mis hijos y mi marido, respeto hacia el que está tramando algo cuyo resultado
no siempre se entiende. Entonces lo vi claro, ahí estaban el estropajo y el
trapo amarillo guiándome hasta ellos. Debían ser protagonistas definitivamente,
el brik de leche, la botella que contuvo un vino delicioso, un albariño gallego
que entró en el cuerpo con la misma densidad que el agua pero cuya intensidad
acababa por producirte ciertas alteraciones en el cerebro. El gigante cacharro
de las aceitunas que más parecía que estaba destinado a un ejército que a una
familia de cuatro miembros, cinco si contamos a Paty, seis si contamos a mi
padre que está de visita. El envoltorio de cartón de la ensaimada, las galletas
de mil tipos, el café, el cacharro de fairy reciclado con lavavajillas del Carrefour,
el bote de vidrio de mahonesa, la bandeja con dos restos de pasteles de una
fiesta pasada…el aceite de oliva…la mermelada casera…el colador…¿Acaso no podía
despejar un poco la cocina? Reconozco que las que mejor estaban eran las tazas
sucias del fregadero, a los demás envases se les veía un poco estresados,
preguntándose por qué seguían en el mismo sitio, minuto tras minuto. Tenían su
círculo de espacio íntimo absolutamente invadido, pero muchos no sabían que no
volverían a estar colocados en la misma estantería de siempre, que vacíos de su
contenido tendrían que ir al contenedor de los envases, esperando una nueva
vida; no sé qué podría ilusionarle a la botella de vino, que habiendo contenido
una materia tan valiosa pasase a ser contenedor, en esa reencarnación, de
garbanzos cocidos, o judías verdes. Tal vez estos envases arrastraban traumas,
de vidas pasadas de alta alcurnia, como aquella lata de atún baratillo que en
otro tiempo llevó en sus adentros foie de pato, o caviar auténtico.
¿Acaso se merecían
estar en ese estado de desconcierto estos pobres objetos? Sin saber el tiempo
que iban a permanecer en la encimera de la cocina, viendo descender su
contenido sabiendo que una vez vacío terminaría su vida útil. Ahora empiezo a
entenderlo todo. La pasada noche oí un llanto extraño, me levanté creyendo que
mi hija estaba teniendo una pesadilla, pero no, ese lloro no venía de la
habitación de mis hijos sino de la cocina, de las profundidades del frigorífico.
El envase de zumo de granini estaba sufriendo un ataque de histeria, apenas le
quedaban unos dedos de zumo, me puse a hablar con él tratando de calmarlo, decía
tener un miedo atroz a los productos abrasivos, y que sólo de pensar que se podía
transformar en una botella de lejía le entraba el pánico. Entonces acordé con él
reciclarlo yo misma, mantenerlo en casa enfriando aguas con gotas de limón para
el verano, pero no pude asegurarle la permanencia para la temporada de otoño e
invierno.
Otro día pillé en
medio de una pelea atroz a la jarra de agua y a la botella de bezoya, ésta última
le decía a la jarra que dejara de meterse con ella porque sino los botes de
cerveza se ocuparían de terminar con ella, un pequeño golpe y el cristal se
rompería en mil pedazos y no tendría una segunda oportunidad como en el caso de
los envases de vidrio. Por lo visto la jarra se jactaba de su permanencia en la
casa, y de que no sólo era contenedora de agua sino que en ocasiones la habían
llenado de leche merengada, o incluso de vino con casera.
¿Y qué pasa con mi
envase? El envase de mi alma gansa, el contenedor de este cúmulo de emociones,
miedos, ilusiones, amores, retos… Este envase anda tonto, porque envejece,
porque le nacen canas nuevas cada día, porque esas arruguillas que se van
marcando en el rostro indican que el envase se hace mayor. El dolor físico, que
en ocasiones aparece, me hace intuir que yo, como la lata de judías de la
asturiana, empiezo a oxidarme, y no puedo frenar los efectos del paso del
tiempo con el betacaroteno del tomate, no ni con kilos de crema, ni con cirugías
carísimas, al final todas parecen artificiosas. Además que no tengo un duro
para pagármelas, claro. Al final, a mí misma, como al tetrabrik de la leche, me
tendrán que reciclar. Me reencarnaré en una princesa de un cuento de hadas, o
en un saltamontes de esbelta figura…no lo sé…tengo miedo…lloro por las noches…la
caja de galletas de avena me viene a ver, me explica que no pasará nada, que me
transformaré en otra cosa…pero que seguiré estando en el mundo…la energía no se
destruye, se transforma.
¡Es muy fácil
decir eso! ¡Seguro que a ella le toca transformarse en una orla contenedora de
caras sonrientes! O tal vez en un periódico valiente lleno de noticias…Pero yo…yo
puedo transformarme nuevamente en persona…nuevamente preocupaciones…nuevamente
dolores…nuevamente emociones…nuevamente creaciones…
Dejaré de llorar…haré
caso a la caja de avena…Qué suerte tengo…podré volver a vivir otra vida. Todas
las vidas de las personas son intensas, todas pueden sentir como un vaso lleno.
Me voy a recoger
la cocina y a fregar las tazas del desayuno, que ya es hora, hay que pensar en
positivo porque seguro que en otra vida soy más ordenada. ¡Feliz domingo!
Isolina Cerdá Casado
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