No, no te preocupes, no importa, al fin y al cabo lo haces porque te apetece, no es por el dinero, lo sabes, es por una necesidad de contar cuentos, de decir al mundo, de expresar un llanto que tal vez si no fuera así no saldría de dentro. Estaría metido en un profundo pozo lleno de emociones, que se apelotonarían sin sentido aparente, se estarían chafando unos a otros, quizá sería lo mejor, no volver a ellos, no contar nada, que las cosas fueran pasando, que las emociones se solaparan unas con otras y que no se amasaran para formar un gran escupitajo de dolor arrojado al suelo, junto a un chicle ennegrecido por la vida, como el alma ingenua, que dejó de ser mordida y masticada y se convirtió en un pegote.
Yo no iba a escribir sobre tristezas, menos aún sobre las penas, y no tenía ningún impulso de volver a jugar con las emociones, es que soy demasiado cansina, y llega un momento que yo misma me agoto de volver a lo mismo, que no sé exactamente qué es eso a lo que vuelvo, hablo de dolor, pero es un dolor difuso, no sé, supongo que se trata de un conjunto de dolores, pero que como digo me cansa, pero bueno, será porque tenía que ser cansina, lo tenía que ser.
Hoy es un día extraño, de esos días de verano que son pegajosos, en los que el cielo empieza siendo azul y pasa por grises densos, y parece que va a imponerse la tormenta pero luego resurge el sol y vuelve a hacer calor, en realidad nunca dejó de hacer ese calor sofocante, aquel hombre casi se desploma en la farmacia, no sé por qué me ha venido ahora mismo su imagen, pero lo he vuelto a ver tambalearse frente a uno de los mostradores, la farmacéutica se apresuró a ponerle una silla detrás, si no hubiera sido por su rápida reacción aquel señor se habría caído de culo ante mis ojos. La dueña de la farmacia se apresuró a ofrecerle agua, le sugirió al aturdido señor que no se levantara, que esperase unos minutos. -"¿Y para qué necesito agua? ¡Qué tontería! Lo que me fallan son las piernas, no la garganta."- respondió con cierta sorna el afectado.
Yo pensé, tal vez con maldad, que la farmacéutica no quería vérselas con un hombre derrotado por sus piernas cansadas en el brillante suelo de su recién reformada farmacia. Estuve a punto de pedirle para mí el vaso de agua, ¡hacía tanto calor! Pero no, me contuve y esperé a que se solucionara el percance para comprar los tapones para el oído de mi hijo, que lo llevaba conmigo casi a rastras para que a pesar de su otitis pudiera darse un baño en la piscina. El hombre salió, con una actitud casi de indignación, le había molestado profundamente ese ofrecimiento del vaso del agua y en cuanto supo que sus piernas iban a responder, salió de la farmacia a paso ligero, lo más ligero que le dejaron. Qué importantes son las extremidades, y no nos damos cuenta hasta que nos pasa algo con ellas. 

La toalla naranja está hecha un manojo de tela rizada y húmeda apoltronada entre una pared de azulejos blancos y un radiador que tal día como hoy parece estar a pleno rendimiento, por el calor interior y exterior de la casa. Desastre absoluto, la estoy viendo y me está diciendo que la quite de ahí, que la meta en la lavadora y que la ponga a girar con agua y detergente, pero yo estoy perezosa, uno de esos días en los que ves que tienes miles de cosas que hacer y te pones a escribir tonterías frente a un ordenador a punto de caducar, espero que no se rompa. ¡Oh! No sé qué haría sin él, porque me resulta muy útil para controlar la locura transitoria, aparece, viene, le digo hola, bailo con ella, escribo un texto, se va, me deja libre con mi estado cambiante, vuelve, me hunde o me hace saltar, me inspira un cuento, me anima, me libera. Todo gracias a él, y también a las horas invertidas en aquella academia en la que eché horas y horas golpeando teclas una y otra vez, con la única certeza de que aumentaría la velocidad al escribir en máquina ruidosa, tal vez porque el instinto me decía que aquello me iba a servir para algo más que salvar trabajos universitarios empezados a destiempo. Gracias al curso de mecanografía de mis años de juventud ahora puedo escribir pensamientos a la vez que observo mi casa y justamente es una imagen la que me inspira, me arrastra, me lleva y me trae. No necesito una puesta de amanecer preciosa para inspirarme, aunque también me inspire.
Tampoco necesito la imagen de dos pollitos preciosos mostrándose ternura el uno al otro para para escribir con impulso creativo, aunque también me inspire.
En realidad la vida cotidiana está llena de imágenes inspiradoras. Voy a ver si ceno, que el cielo está ya oscurecido por la llegada de la noche y los pozos llenos de emociones oníricas están a punto de estallar.
Isolina Cerdá Casado
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