Su mano sostenía esos pensamientos extraños. Situada sobre la barbilla, tapando parcialmente la boca, como si quisiera impedir un probable grito de explosión del alma expresiva. Los ojos miraban hacia arriba, ¿veían el cielo? ¿era una nube? ¿tenía una ventana frente a ella? ¿en realidad no miraba nada y eran las preocupaciones las que dirigían sus ojos? Esos ojos llorosos, ella no sentía que estaban parcialmente acuosos. ¿Acaso había estado cortando cebolla y eso humedeció su mirada hasta lo imperceptible? ¿Qué era? ¿Qué era por Dios? ¿Se trataba de una araña en una de las esquinitas de su preciosa cocina? ¿Tenía una preciosa cocina en realidad? ¿O acaso era el olor a chamuscado de las lentejas lo que repentinamente la había hecho despertar del ensimismamiento en el que se encontraba frente a la pantalla del ordenador?
Tal vez podía ser alguna de esas cosas, me inclino por las lentejas chamuscadas.
Observó, en uno de esos momentos de vuelta a la realidad, cómo el suavizante, dándole la mano al lavavajillas, se subió encima de la mesa, la transparente botella de agua les acompañaba, la saludable manzana coronada por unos plátanos algo pasados sonreía, sabía que esa mujer anonadada podría seguir adelante con su vida a pesar de que la cocina entera oliera a chamuscado, e incluso a pesar de la conciencia de que ese aroma a lentejas tostadas seguiría presente por unos días en las paredes de su espacio creativo. Y todos ellos la animaron a que se dejara de tonterías y escribiera, era mejor que sumergirse en ese mundo hipocondríaco que la ahogaba, que la arrastraba a estados de aplastamiento, que la impedía caminar. La vida llena de oscuridad, la vida desesperanzada, la vida que solo piensa en que ya no hay horizontes, la vida amarga, la jodida vida de una hipocondríaca.
La mujer apreció el detalle del suavizante, cuya sonrisa era tan expresiva que la hizo sentir el jugo de la mandarina en sus adentros con tan solo mirarla. Supo que eso era la fuerza del corazón, no importaba de dónde procediera, solo sabía que esa energía estaría presente en ella a lo largo de ese extraño día.

Entonces sintió un impulso, la mano tenía que salir de aquella barbilla, sintió como se fue alejando de su cuerpo y acercando poco a poco a la mesa en donde se encontraba el ordenador, allí, en ese espacio era donde su mano quería llegar. Alcanzó el borde de la mesa...
Casi estaba llegando al teclado del mismo.
Por fin lo había conseguido, victoria...
Y empezó a bailar sobre el teclado.
Oh, cielo,
maravilloso cielo azul,
maravillosa esperanza
te ofrezco mi don,
te doy mi creatividad
abierta
descarnada
chorros de sangre fresca.
Pintaré unas fresas mientras se lo piensa la manta azulada que hoy cubre mi mundo.
Isolina Cerdá Casado
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