Primero saltó al interior del bote de la sal, necesitaba sentir que ella era el sazonador, la sal de la vida estaba en pleno apogeo en sus adentros, sus dientes querían morder.

Después decidió subir a lo más alto de ese espacio cúbico en el que de un tiempo a esta parte le habían ubicado. Necesitaba ver toda la cocina desde otra perspectiva, era cierto que nada tenía que ver con el campo. Se dio cuenta de que encima de la televisión que su dueña miraba con tanta regularidad había más polvo que en la tierra de la que la extrajeron. Allí se sintió una cabeza libre. Le sugirió a la mujer que se dedicaba a quitarle dientes para el sofrito que hiciera lo mismo que ella, que cambiara de perspectiva, que se subiera a la tele en lugar de atontarse mirándola pasivamente. Pero se daba cuenta de que su idea era absurda. ¿Desde cuándo una cabeza de ajos tenía algo que decirle a una mujer que apenas encontraba consuelo en la telenovela vespertina? Entonces decidió armarse de valor. Y se dio un baño de vino.
Vació la botella de vino tinto en la que se sumergía la señora de la casa, a una copa le siguió otra, y de este modo se emborrachó hasta los dientes. Era una cabeza llena de desvaríos, una cabeza de ajos ebria y a punto de cometer una locura. Estaba dispuesta a todo para enfrentarse a su destino, para evitar acabar dando saltos en el aceite hirviendo, para no mezclarse con el abrumador pimiento rojo ni con la cebolla encapada.
Se acercó a la ventana.
Se acercó un poco más al borde de ese alféizar prometedor, y desde esa altura sintió la necesidad de volar, saltó, tal vez fue el exceso de alcohol en sus dientes, la sed de aventuras, la irracionalidad del momento. Al año siguiente sin saber por qué razón, los usuarios de la piscina comunal observaron una extraña planta cerca del césped, se dieron cuenta de que se trataba de un esqueje de ajo inquieto, que amplió su tiempo de vida y se enfrentó a los designios de ser un ajo destinado a acabar en la sartén de un sofrito.
Aquella misma tarde, la tarde del salto del ajo, cuando acabó la novela, la señora de la casa se puso a preparar la cena para su familia, y por más que buscó no pudo encontrar la cabeza de ajos que le quedaba. ¿Sería por su desorden? Decidió tomar una copita de vino tinto, le gustaba recordar las mejores imágenes de la serie a la que estaba enganchada saboreando un buen vino. Atónita se quedó al comprobar que la botella estaba vacía. Si a su marido no le gustaba el vino, ¿qué paso con todo el vino que le quedaba? Jamás encontró una respuesta lógica. Pero no le dio más vueltas que las necesarias, abrió otra botella en cuanto subió de la frutería con su nueva malla de ajos.
Isolina Cerdá Casado
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