Recuerdo que estaba sentada en un banco,
era de plástico gris, incómodo como él solo. Otras personas estaban sentadas
como yo, se escuchaba de fondo un rumor ambiental típico de un lugar repleto de
gente. No estaba sola, aunque sintiera por momentos que solo yo ocupaba aquel lugar. Era la antesala de los vestuarios y la piscina en la que mi hija
recibía sus clases de natación. Me sentía absolutamente hundida, no se trataba
de un hundimiento provocado por algo en concreto, no podía echarle la culpa a
nada que me hubiera sucedido, ni tan si quiera a nadie. Se podía decir que era un
estado anímico bajo procedente del complejo mundo interior que todos tenemos.
Me había tomado dos cafés después de comer,
normalmente solo tomo uno, y reconozco que lo único que buscaba con ello era un
cambio en el impulso, tal vez en el semblante, en la actitud. Mi marido me había
estado repitiendo una y otra vez que por qué no sonreía, que qué me pasaba. No
lo sé, era obvio que un simple café no me iba a sacar del pozo, pero por
cualquier razón yo confiaba en que ese gesto de sentarme con una taza entre mis
manos me iba a ayudar a reconfortarme como en tantas ocasiones. Tras la primera
taza de café apenas noté mejoría, me tumbé en la cama y cerré los ojos con la
esperanza de que algo cambiara, pero no fue así, supongo que por eso decidí
insistir en el mismo gesto anterior: servirme otro café y esperar. Nada, no
cambiaba el ánimo, seguía hundida, pero no me podía permitir parar, eso es lo
que nos pasa a los adultos que tenemos niños, responsabilidades, que esperan
nuestro impulso. También les pasa a muchos niños a los que se les obliga a ser
adultos, y tampoco ellos pueden detenerse. Triste, pero es así.
Ahora me encontraba sentada en este banco
gris de plástico duro, moviendo nerviosamente las piernas por el exceso de cafeína
que había en mi cuerpo. Con esa sensación de ahogo y mirando al vacío.
Intentaba encontrar sentidos. Supongo que en parte el reciente cumpleaños, esos
cuarenta y dos añazos tenían la culpa, no tanto el número sino el verdadero
sentir físico de que nuestro cuerpo no es una máquina sin fecha de caducidad, y
eso que yo no podía quejarme, a mí no me pasaba nada, nada de lo que yo fuera
consciente, nada que no estuviera causado por mi propia hipocondría, aunque
como mi amigo Roberto decía: “Quién sabe si no habrá algo malo dentro de
nuestro cuerpo de lo que no tenemos noticia por el momento”. Pues sí, tal vez
no anda tan equivocado, así ha sido en cierto modo en el caso de su mujer, mi
querida Noelia. Una señora preciosa, muy trabajadora, que en toda su vida
laboral no ha salido de la cocina de su afamado restaurante, creadora de unos
platos de postre deliciosos, y otros tantos platos principales, con ella al
mando su cocina ha sido receptora de múltiples premios y prestigiosos
reconocimientos. Siempre pendiente de todos, esa mujer cariñosa que siempre te
recibe con una sonrisa y su cariñosa mirada azul. Ella siempre lo entiende
todo, incluso esa situación en la que se encuentra ahora. Justo cuando está a
punto de terminar su período laboral, a punto de jubilarse, la vida la obliga a
verse buceando en los mares salvajes en los que solo son capaces de nadar las
personas fuertes, las que son sorprendidas por esa enfermedad cruel provocada
por las células sin sueño. Recuerdo que para mí, esa proximidad con el cáncer,
esa cercanía a la tragedia y los golpes de la vida, me dejaron incrédula hasta
la médula, alejada de dios y sus amparos. Pero ella, ella no, ella habla con
aceptación, ella es fuerte, ella se llena de energía, ella nos anima a todos,
que está bien, que tranquilos, que no le va a hundir, que hará todo lo que esté
en su mano, que sigue saliendo a caminar y entra en la cocina y crea sus
platos.
Apenas quedaban unos minutos, tal vez
quince, para que se oyera por la megafonía que ya se podía pasar a recoger a
los niños. Era definitivamente un día gris, de esos días oscuros, difíciles,
con cuarenta y dos años, sin saber si tenía algo en mi cuerpo con poderes
malignos, pronto me haría una mamografía, pronto tendría noticias. Pero, ¿por
qué narices no pensaba en las buenas noticias? En el estado positivo, en la
frescura de la vida, en que podía estar allí sentada, en que tenía una hija,
que además iba a natación, que la veía feliz, que detrás de las nubes había un
sol precioso. El café, el histriónico café con cafeína, la vida y sus achaques.
De pronto, mientras la mirada atravesaba la
pared que había junto a la máquina expendedora, pensé en mi padre, pensé en él,
no sé por qué, tal vez la palabra “achaques”, o la voz del señor que estaba
sentado junto a su mujer, que debían tener más de setenta años y esperaban a su
nieta. La mujer le decía que tenía sopa para cenar, y un pescadito. El hombre
alababa a su mujer, aunque se quejaba porque lo había abrigado demasiado, que
estaba muerto de calor. Me imaginaba, entre los pensamientos negativos, a la
señora vistiendo a su marido, “mete la pierna, concéntrate en lo que estás
haciendo, hombre”. Era un pensamiento absurdo, él era autosuficiente, imagino
que ella le seleccionaría la ropa que se tenía que poner. Supongo que al ser
testigo casual de esa escena de una pareja de septuagenarios pensé en el ya
octogenario de mi padre, y su forma de caminar por la vida. Recordé su tono
tranquilizador, su gran empatía, su actitud ante la vida, con ese sueño suyo de
encontrar pareja. Todos lo considerábamos como un sueño imposible y prácticamente
inalcanzable con ochenta y dos años, él nos dice muy convencido ante nuestra
actitud: “Sí, sé que es difícil pero a mí ese pensamiento me ayuda a seguir
adelante, es una ilusión que me impulsa, es algo que a mí me viene bien. Y es
así como lo considero, un sueño que me energiza”.
Entonces me reconforté, no sé, me sentí
mejor, tal vez tenga que aprender como él a caminar despacio, tranquila, sin
prisas, no hay por qué estresarse, al final los nervios no ayudan a nada, solo
si se canalizan bien pueden sernos útiles. Entré a recoger a mi hija, yo tenía una
mirada diferente, algo había cambiado en mí, me sentía tranquila, mi hija me
vio entre todas las madres, vino hasta mí, sonriendo, feliz, con el albornoz
mal puesto, toda mojada, empezó a contarme algunas cosas que habían pasado
durante la clase, yo la abracé, la acompañé a la ducha, le di el gel y el champú
y esperé a que terminara.
La vida, las pequeñas cosas, los detalles,
los grandes y los pequeños, todo vale para encontrar sentidos.
Isolina Cerdá
Casado
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