martes, 1 de julio de 2014

De pronto.

La vida tiene eso, en un segundo todo cambia, una se amarra a la ley de la probabilidad, se acoge, se engancha, se obliga. Si todo va bien, seguirá yendo bien.
Pero no, no es así, de pronto todo puede cambiar y lo que parecía una normalidad feliz y tranquila, en la que abundaban las sonrisas y las miradas limpias de dolor, se oscurece, y deja su transparencia a un lado, en una esquina, y llega lo turbio, el barro, la suciedad de los hechos tristes.
Ya sé que tú estás bien, que a ti no te ha pasado nada, sin embargo, al ver cómo sus miedos se realizaron y se vieron plasmados en la pantalla de su televisor, en ese en el que se proyectaba la película de su vida, te diste cuenta de que la vida no era todo sonrisa, ni felicidad, ni despreocupación. Al final llega un momento en el que la historia da un giro sorprendente y el guión se intensifica de contenidos emocionales en los que los actores no habían trabajado lo suficiente, y les pilla por sorpresa, y hay gritos de dolor, miradas tristes, sorpresa ante la tragedia. 
Y entonces, esa sensación de miedo paralizante se instala en tu vida, ya no estás libre del dolor que intuiste en las miradas ajenas, tu propia visión es la de un ser dolorido que empatiza con todo aquello que sucede a su alrededor, siempre atenta, preparada, como si el miedo estuviera incrustado en algún rincón de tu alma. 

Venga, ya, ya pasó, dame un abrazo, no llores más, tranquila, estoy, estamos, todavía, todavía sí, aquí, cerca, muy cerca, tan cerca que casi no puedes verme. Yo soy tú, como tú, igual que tú. 

Isolina Cerdá Casado


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