Entonces, un buen día, cuando la mujer ya era transparente y se perdía en las inmensidades del mar, un valiente caballero se fue bañar a la playa, y decidió coger en una garrafa de cinco litros un poco de agua para las heridas que le causaba su dermatitis atópica en los dedos de los pies. Su vecina Maribel le había dicho que el agua del mar mediterráneo era muy buena para sus heriditas, Maribel sabía de ellas porque en más de una ocasión habían coincidido en la consulta de enfermería. Cuando Norberto echó el agua en el barreño rosa que le había comprado años antes su mujer Octavia, que en paz descanse, se olvidó de coger la toalla para secarse los pies al terminar. De modo que Norberto se fue al baño a coger del armario del baño la toalla rosa con flores blancas que, todo sea dicho, era la que utilizaba Octavia y por no tirarla pues la había conservado con cariño como uno de los objetos cargados de recuerdos que con tanto entusiasmo guardaba Norberto, la llevó con cierta emoción ñoña hasta el sofá del salón. Pero justo en el momento en el que fue a meter los pies en el barreño rosa, se dio cuenta de que el agua marina había desaparecido. Jamás encontró explicación a semejante suceso. Llegó a pensar que tal vez cierta demencia senil se había apoderado de su cordura, a lo mejor ni si quiera había estado en la playa. Aunque además del golpe de la puerta de su casa, que jamás pudo explicar, aquel día sucedieron otras cosas extrañas igualmente inexplicables. Una mujer muy bella había sido vista por la urbanización, según parece iba desnuda, lo dijo Nieves, la limpiadora que todas las mañanas le preguntaba por su dermatitis.
Tras su paso por el océano aquella mujer jamás volvió a llorar. No lo necesitó. Se dedicó a viajar y a escribir sobre tuberías llenas de óxido y en su haber están multitud de viajes oceánicos curativos que consiguieron transformar el llanto en vida.
Isolina Cerdá Casado
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