viernes, 22 de noviembre de 2019
El acento y el abrazo invisible de Galicia
Iba caminando, dirección al trabajo, dos hombres hablaban entre sí, debían tener más de setenta años, rozando la octava decena tal vez, o más.
Me detuve para a asegurar la bota izquierda, con las prisas la dejé sin cerrar del todo, con la cremallera bajada hasta el tobillo, podría haber salido volando en cualquier momento. En ese tiempo de arreglos en cuclillas noté algo maravilloso, una sensación, una caricia en los sentidos, como si algo me abrazara el alma, así, en plena calle, con la luz del atardecer reflejándose tibia y anaranjada en los espejos de los coches. ¿Qué era? ¿De qué se trataba si la proximidad de aquel par de octogenarios no alcanzaba ninguna parte física de mi cuerpo? De pronto me di cuenta de que, aunque sus brazos no podían alcanzar ninguna parte de mi cuerpo como para causar algún tipo de reacción epitelial, sus voces sí, y aquel acento me envolvía el alma.
Uno de ellos era gallego y tenía ese acento orensano que me ha acariciado en tantos momentos. ¿Cómo es que un acento cualquiera puede remover tanto la estructura emocional? Pues porque el acento se origina en la tierra y la tierra despierta los sentidos, te acurruca cuando andas falta de abrigo, te mece cuando necesitas caricias en el corazón, te centra cuando estás perdida. Fue una especie de abrazo invisible que me llevó directamente hasta el calor materno. La tierra, bendita tierra gallega.
Isolina Cerdá
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