En medio de la gran espesura verde de los impresionantes robles, la tristeza inundaba la tierra, la llenaba de una pena indescriptible. No era posible creer que ya no la íbamos a ver más, era un shock para el alma tener que aceptar la realidad, una enfermedad cruel se había llevado a un ángel. El consuelo de haberla tenido, de haber disfrutado de su bondad y generosidad el tiempo que nos lo permitió la vida y las circunstancias, el recuerdo de su mirada dulce, de su sonrisa eterna, de sus palabras llenas de cariño y afecto. La rabia por esa lucha final de vida, porque tuviera que pasar por esos momentos durísimos de un tratamiento tan agresivo que no pudo con ella hasta que se le fue el último resquicio de fuerza. Parecía que en cualquier momento iba a entrar por aquel tanatorio y nos iba a tranquilizar a todos, porque personas así nunca se van del todo, daba la sensación de que ella nos veía, como una presencia espiritual que siempre caminará con nosotros. En aquel tanatorio no cabía más dolor sincero, ni más flores, había tanta gente que lloraba su pérdida, tanta gente que se había quedado desconsolada al sentir que a esta bella mujer se la habían llevado a otro mundo injustamente y a destiempo, que el vacío que causaba la sola idea de que ya no estuviera físicamente te erizaba el alma. Esas sensaciones solo la pueden producir los ángeles, las personas que han caminado por la vida pensando en los demás, las grandes personas.
Tu nombre no te salvó, pero tu gran corazón te ha hecho eterna para todos los que tuvimos la suerte de compartir contigo algún momento de vida. Ahora ya descansas, tu familia va a necesitar mucho tiempo para reponerse, pero tú eres ejemplo de superación y de lucha, y les seguirás guiando desde ese lugar en el que se guardan los recuerdos hermosos y las pulsiones de vida: el alma.
Isolina Cerdá Casado
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