martes, 11 de julio de 2017

Mecánicamente

¿De qué quiero escribir?

Esto es un ejercicio puramente mecánico, lo inicio así, mecánicamente, tengo la mente llena de ideas, emociones encontradas, brutales sucesos, luchas vencidas y batallas perdidas y alguna también ganada, en mi cabeza hay mil pensamientos que me condicionan y están haciendo que permanezca parada, quieta, como bloqueada. Precisamente por los tantos momentos de paralización estoy en este acto mecánico, porque necesito que mi alma se mueva, porque necesito que despierte del letargo el espíritu creador, porque también quiero seguir siendo leída, luego escribo para comunicar, para que el alma lo suelte y lo grite, lo diga, porque para qué callar. Cuando estás callada porque te has inmovilizado te das cuenta de que no merece la pena el silencio, no vale para nada, los secretos son armas de doble filo que cortan en cachitos cualquier atisbo de recuperación.
Llueve, así era como estaba, el tiempo, el alma, el conjunto de su ser vivo, pasado por agua. El agua está bien, pero no si estás con frío... Él estaba helado. Todos sudaban, tenían calor, corrían, vivían, veían sentidos por todas partes. Él solo veía lluvia y sentía frío.

Mecánicamente también pulverizo la superficies blanquecinas y quito el polvo a los muebles. Con el mismo impulso hago las camas y preparo la comida. Así también barro, sonrío, camino...
Abro la ventana y veo que hay un sol precioso, hace calor, mucho calor, cada vez más calor. Y sigo sin ver más allá, sigo sin estar impulsada, sigo con mi caminar mecánico.
Escribo mecánicamente, y en ese escribir abro un cajón, es mágico porque en un espacio muy pequeño hay mil objetos cuyas imágenes inspiradoras pueden entretener el caminar mecánico que me hace sentir tan mal. Pero no quiero escribir sobre lo que siento. ¿O sí lo quiero hacer? ¿Lo estoy haciendo? ¿En realidad es mecánico escribir sobre mi caminar robótico? El cajón, sí, mira el cajón y escribe una historia.



Roberta estuvo mirándose al espejo durante un tiempo, en realidad no se miraba, se había quedado clavada frente a aquella superficie lisa que le devolvía su imagen, dirigía su mirada hacia ella misma pero en realidad veía más allá, o no veía nada, parecía traspasar su cara con la vista. Empezó a peinarse, porque su madre siempre le decía que debía salir de casa lavada y peinada, así que en honor a ella y porque el reloj rosa indicaba que ya no quedaba tiempo se hizo una coleta y la adornó con un lazo rojo precioso. Tenía cita con el nutricionista, tenía cita con aquel señor y estaba francamente cansada de volver, de retomar nuevamente otro ciclo más de dietas muy cansinas, de que le volviera a repetir lo mismo que ya sabía, que le sobraban veinte kilos, que había que empezar poco a poco, que fuera los hidratos, que empezábamos a lo bruto para seguir menos estrictos, que todo era por salud no por un tema estético. Esta vez era serio, no podía descuidarse lo más mínimo, no era solo por el colesterol era porque se había encontrado muy mal y cuando se vio en aquella foto se sintió totalmente impulsada. Si hubiera podido hubiera cogido su goma de borrar y se habría dibujado la figura de nuevo. No era importante. Pero es que se sentía como un lápiz sin punta, que no podía escribir. Estaba cansada, quería ser un rotulador negro, o azul marino, quería ser música que saliera por los auriculares. O cajón de madera prensada, no quería ser, ella era, Roberta. 



Ya.


Isolina Cerdá Casado







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