La sombra de aquella mujer era alargada, vista desde arriba, mirando lo que en el suelo se dibujaba de ella parecía una especie de ave, sin embargo no eran alas, aquello que franqueaba su figura ensombrecida por el sol que la perseguía era un larguísimo pañuelo con el que se resguardaba del frío mañanero. Ese día, de vuelta de dejar los niños en el colegio, le dio por fijarse en las imágenes que le ofrecía el trayecto que todas las mañanas recorría, primero acompañada de sus dos hijos y luego sola. Por alguna razón se centró más en lo que había a ras de suelo. ¿Era posible que su cabeza anduviera gacha por alguna razón que anímicamente la machacaba? ¿o se trataba sencillamente de una cuestión de ineficacia? Tal vez no había ingerido cafeína suficiente y su cabeza no se había acabado de erguir. También era posible que el café tomado no fuera de una calidad extraordinaria, solo uno con suficiente poso le habría enderezado aquella mañana en la que el cansancio se acusaba más de lo normal. ¡Ojalá hubiera sido un pájaro! Así no vería sombras alargadas sino cabezas en movimiento, que se desplazan de un lado a otro, potenciales nidos de bellos hijos aún por llegar.
En la hierba descubría cosas extraordinarias, una hoja y una pluma hablaban de sus experiencias vitales. La hoja cayó de un árbol movida por los vientos de otoño. La pluma cayó del cielo, de una paloma viajera que quiso dejar un resquicio de sí misma en ese tramo de hierba húmeda.
Desde los adentros subterráneos de una pesada chapa metálica un ratoncete me guiñaba un ojo. Hecho extraordinario si tenemos en cuenta la miopía de esa mujer alada que caminaba con la cabeza inclinada.
La mujer siguió caminando ajena a todo lo que acontecía a sus pies, pero consciente de que un mundo tan maravilloso como aquel no debía ser ignorado, lo mismo que lo que le ofrecía el sentido de la vista si ampliaba unos grados la inclinación de su cuello, e incluso si una vez enderezado su cuello levantaba la cabeza para llevar su mirada hacia el cielo y casi sentirse un ser afortunado a pesar de no ser un ave y no estar dentro de una olla para enriquecer un caldo.
La mujer cogió uno de los patines con los que cargaba y se fue patinando a casa con su pañuelo azul y los pies fríos. Era afortunada, sí, pues si fuera un ave no hubiera podido estar escribiendo como lo hacía tecleando con sus diez deditos en un ordenador maravilloso, algo cacharrete sí, pero maravilloso.
Isolina Cerdá Casado
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