Hoy, un domingo gris, de esos domingos raros en los que el gris del cielo parece inundarlo todo, un domingo más de vida, de vida gris, a veces la vida se pone así, se tuerce, se oscurece, se mancha con salpicaduras de aceite de fritura de albóndigas, o de calamar, o de croquetas caseras hechas con cariño, de ese cariño que no se compra con dinero, que nace del impulso, del apego, de la necesidad.
La lavadora estaba llena de suciedad de vida. Empezamos a meter prendas dentro de ella, si fuera lo mismo con las manchas en el alma, con las preocupaciones, con los problemas. Un poco de quitamanchas a la pena negra por la enfermedad de una amiga, y a la lavadora; un poco más del mágico producto sobre el dolor de ver a un familiar arrastrándose por la vida, y a la lavadora; detergente muy potente para la pérdida de un ser querido y a la lavadora; cepillo y rascado ante la traición de ese amigo que no lo era tanto, y a la lavadora.
La lavadora estaba llena de ropa sucia, mi lavadora, mi querida máquina de limpiar prendas. Qué poco caso te hago, querida, pero qué papelón me haces.
Sube, pasea, camina, estás viva. Ya llegarán las manchas, pero hasta que lleguen camina, y si ya están, camina igualmente.
A veces tengo la sensación de que no estoy encarnada de verdad, como que paseo por la vida sin el peso, sin estar dentro de mí, sin dejar huella en el suelo. Y entonces quiero recuperar esa parte de mí que se fue haciendo invisible y dejó de pesar, esa parte en la que era capaz de ver más allá, esa mirada que seguía creyendo en que todo era posible.
Acabo de darme cuenta.
Sigo siendo yo. No he desaparecido, esa parte está en calma, tranquila hasta ahora, pero quiere volver a bailar con las musas, aunque me tenga que poner un poto en la cabeza.
Vive.
Isolina Cerdá Casado
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