Hoy quiero compartir una historia de amor, como tantas historias preciosas que vivimos, que suceden, que pasan desapercibidas. Como dos rosas preciosas que estaban destinadas a aparecer juntas en la foto, o a compartir grandes momentos de una vida, caminando juntos en un trayecto lleno de creación y repleto de imágenes que quedarán para siempre grabadas en una película hermosa.
Ella era más joven que él, era una bellísima mujer que tenía unas manos mágicas, transformaba rostros, perfilaba labios, embellecía y ponía a punto esas pieles que no debían brillar, perfeccionaba, ayudaba a que los actores se metieran en la piel de un personaje. De sus manos creativas se alimentaba la magia del cine. En ese mundo lo debió conocer a él, al hombre creativo, fascinado por el mundo del celuloide, inmerso en fantásticos rodajes, luchando, viajando, con ese punto de vista del hombre maravillado por las posibilidades de una cámara. Un hombre que iba más allá de la realidad, veía a través del objetivo, el plano perfecto, la luz ideal, todas las maravillas técnicas que tenían que ser dirigidas por una cabeza privilegiada llena de imágenes, era una especie de mago, llevaba a la pantalla todo aquello que andaba bailando en su imaginario. Y captaba, conseguía captar el mundo sin que le entorpeciera una sombra, encontraba la luz allá donde estuviera, estaba metido en las mismísimas entrañas del cine.
Ambos se encontraron y ya nunca más se separaron, eran almas que debían caminar juntas, y juntos viajaron, formaron una hermosa familia y todos se iban de acá para allá a grabar las maravillosas películas que salieron de esa cabeza privilegiada y llena de imágenes. Este señor maravilloso, Salvador, que así es como se llama, se llevaba con él a toda la familia, a esos rodajes larguísimos y emocionantes; y su querida mujer siempre estuvo con él, Victoria cuidaba de sus hijos y además trabajaba como maquilladora, creaba y creaba, era una artista. Para Salvador ella era la inspiración, si en algún momento tenía alguna duda, bastaba con verla para saber que su vida tenía una grandeza, un tesoro, el amor, el maravilloso amor que había logrado alcanzar con esa preciosa mujer que le había dado su mayor creación: sus hijos. Nada se podía igualar a ello, ni si quiera aquel momento grande, en el que fue el centro de todos los objetivos y todas las cámaras le miraban a él y aplaudieron su gran trabajo, el Goya fue un regalo que vino acompañando a su más preciado tesoro.
No es fácil conseguir un Goya, se ha debido trabajar mucho y muy bien, aunque ahora parezca demasiado lejano aquel momento o cercano en ocasiones, pasa tan rápida la vida. En cualquier caso Salvador es un gran señor, con una riqueza interior tan inmensa que va dejando trocitos de arte por donde quiera que pasa, no en vano muchos de sus hijos están tocados con la varita creativa del séptimo arte. Han pasado muchos años, muchos, aunque parece que fue ayer cuando rodaban en Almería una de aquellas producciones, y cuando el pequeño se subió al furgón y apareció en otra zona de rodaje. Su hija lo recuerda con cariño, aquellos momentos familiares vividos estarán siempre presentes en su haber, los viajes trepidantes, los entresijos cinematográficos en los que bailaban todos juntos.
Los tiempos han cambiado mucho, la vida siempre trae consigo cambios, y con esos cambios hay elecciones que hacer y decisiones ante las que jamás tendríamos dudas. Victoria enfermó, y Salvador no tuvo dudas, ella era su gran película, ella era la protagonista de su gran historia de amor, ella estaría cubierta de amor por siempre, ella, convertida en la princesa de la casa, adorada por sus hijos, por sus nietos, y por el propio Salvador nunca estaría sola con el miedo, ellos le contarían cuentos, le arroparían, le acompañarían hasta ese momento en el que Victoria no pudiera expresarse con palabras, pero todavía pudiera sonreír y sentir los cuidados de las personas que la quieren con locura.
Una princesita preciosa, Rocío, baila delante de Victoria, Victoria sonríe, Salvador sonríe, Laura sonríe. En la vida hay que sonreír a pesar de todo, porque nunca se sabe, tal vez una noche cualquiera puedan sorprendernos unas hadas preciosas, irrumpiendo en nuestra habitación y llevándonos al país de los cuentos... un mágico lugar en donde todo puede pasar.
Dedicado con todo mi cariño a Laura, mi querida hada Primavera, a su papá Salvador y a su mamá Victoria.
Isolina Cerdá Casado
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