martes, 9 de agosto de 2022

Mis vivencias con el Covid en las Urgencias del Hospital La Paz

 





La precuela del síndrome postraumático actual

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¿Lo tienes todo claro querida? Bueno, no lo olvides, baja el fuego a cuatro y que siga a esa temperatura una hora más. Luego pasas el caldo para los fideos a la olla pequeña, para la sopa, sobre cinco cacitos y cuando empiece a hervir echas los fideos y bajas el fuego, que en unos cuatro minutos está hecho. Pues nada, me voy para allá, terrible asunto, a ver con qué me encuentro. La urgencia está terrible, siguen acondicionando nuevos espacios, liberando para llenar.

Eso era justamente lo que pasaba, se mezclaban las sensaciones, los sentimientos, lo  extraordinario con lo más rutinario del mundo. Intentabas prepararte para el más espantoso escenario bélico, muy parecido al que habías visto en las noticias alguna vez y que generalmente tenía lugar a miles de kilómetros de nuestro país, o eran escenarios que habían llegado a través del tiempo, recreados en alguna película terrorífica. No podías quitártelo de la cabeza mientras hacías los deberes con tu hija o ayudabas a tu hijo a entender un tema que había dado la profe de matemáticas a través de un vídeo de youtube. Era todo tan absolutamente surrealista, como estar viviendo una pesadilla de la que todos formábamos parte.

Esta pandemia nos ha marcado a todos, nos ha dejado tocados en lo profundo, donde se sostenían los pilares de nuestra sociedad, esa que algunos creíamos segura, me refiero a la seguridad que hasta ese momento nos ofrecía la sociedad capitalista, liberal y democrática, con una protección social sentida por la mayoría. De pronto llega un día y aparece un virus que lo rompe absolutamente todo, tanto lo que se ve como lo que no se ve, los muy sensibles emocionalmente caen del todo en el desconcierto de la locura, aquellos cuya cordura pendía de un hilo dejan de estar anclados a un puerto estable y seguro, y los que jamás precisaron de muelles a los que asirse ahora no encuentran la estabilidad que antes disfrutaban en mar abierto. ¿Qué ha pasado? Bueno, todos sabemos lo que ha pasado, que un virus desconocido empezó a atacarnos de una manera traicionera, prácticamente por la espalda y sin avisar, para cuando quisimos protegernos ya estaba entre nosotros. Su nombre fue haciéndose más y más conocido y lo peor es que lo empezamos a sentir mucho antes de saber cómo se llamaba y de dónde procedía o lo que era capaz de hacer.

Supongo que desde la distancia relativa que me da esta calma tensa de haber puesto tiempo de por medio y de notar nuevamente una séptima ola cuya virulencia se ha visto atenuada por la rápida respuesta de una  vacunación en masa, desde la distancia, como digo, puedo ver claramente que el milagro es seguir cuerda o ignorar forzosamente el trastorno postraumático que no hemos dejado salir porque sencillamente no había opción, o tiras o tiras, no hay más. Pero sucede que en cuanto me paro, en cuanto echo la mirada atrás, o me asomo al pozo de la memoria se me vuelve a erizar la piel, y los ojos sienten una presión increíble, como si un chorro de lágrimas estuvieran empujando los párpados, y la mirada se torna cristalina, y alguna gota de llanto contenido escapa a mi control y la aparto antes de que recorra la mejilla, lo hago con el canto del dedo índice para evitar su exposición a los ojos ajenos. Seguramente si lo dejara caer más a menudo no tendría este nudo que constriñe mi cerebro, porque el  pretendido control no me permite mostrar mi vulnerabilidad. Pero, ¿por qué siento que estoy tocada? ¿Por qué todavía me pongo a llorar por dentro y me contengo por fuera? ¿Qué fue lo que pasó allí, en el hospital La Paz, en las urgencias del hospital La Paz? ¿Sólo a mí me pasa esto? He hablado del tema con muchos compañeros, todos dicen lo mismo, están tocados también pero no nos permitimos caer, ni nos lo permitimos entonces ni nos los permitimos ahora.

Nosotros hacíamos nuestro trabajo, nos limitamos a hacer nuestro trabajo, sí, es cierto, nos pagaron por ello, pero solo yo sé lo que sentía cada vez que terminaba mi turno y salía de la urgencia camino al vestuario, yo, y todos mis compañeros supongo, cerraba la puerta que conecta la urgencia con los pasillos que llevan hasta el edificio de la mater, muy cerca del mortuorio. Recuerdo el llanto, me caían las lágrimas solas, casi sin conciencia, llegaba al vestuario con la cara empapada. Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que te dolió tanto? ¿Qué? ¿Qué es lo que te sigue persiguiendo? ¿Qué? ¡Maldita sea! ¿Lo preguntas? ¿Lo estás preguntando en serio? En la vida hay muchos tipos de dolor, muchos desgraciadamente, y el trabajar en las urgencias de un hospital de referencia y tan grande como el Hospital La Paz, debía haberte preparado. Llevabas trabajando allí desde el verano del 2019, sabes que muchas veces te enfrentabas a situaciones difíciles, cuando llegaba algún accidentado e iba a la REA, o había que llevar a algún paciente a la UVI, o a Coronaria, estabas entrenada, las cosas se podían torcer en cualquier momento. Ya, pero aquello, aquello fue algo absolutamente inimaginable.

Pero qué paso, qué vieron tus ojos que te dejó tan tocada. ¿Cuándo empezó? ¿Cuánto duró? ¿Qué forma tenía? ¿Por qué te hizo tanto daño? ¿Qué heridas te produjo? ¿Cuáles fueron los síntomas de tu afectación? ¿Se lo contaste a alguien? ¿Te descargaste? ¿Compartiste con tus compañeros el alcance de tus heridas? Escribí sobre ello, algunos de mis escritos fueron destinados a liberar un poco el alma, pero claramente no fue suficiente. Recuerdo cuándo fue la primera vez que este virus hizo acto de presencia en la urgencia. Se trataba de un hombre que había estado en Italia, venía en un vuelo recién llegado de Roma y no se encontraba bien. Cuando comunicó de dónde venía y cuáles eran sus síntomas se aplicó el protocolo, similar al que ya se aplicaba con el ébola según me dijeron.

Se le llevaba a un cuarto de aislamiento y una vez allí esperaba a ser atendido por el equipo de enfermería todos debidamente enfundados en sus EPIS. Imagino el susto para el paciente esperando en ese cuartito y de pronto viendo aparecer al equipo médico vestido de esa guisa. Se le hacían las preguntas pertinentes para elaborar un informe médico, una serie de pruebas que un celador llevaba hasta el laboratorio y una vez se informaba del resultado entonces se procedía. Se cortaba todo acceso a la urgencia para aislar al paciente de modo que no interactuara con ningún otro paciente hasta ser llevado al cuarto de aislamiento. El segundo caso del que fui testigo fue una pareja de recién casados procedente de china, mismos síntomas, mismos protocolos. Entonces ningún trabajador de la urgencia llevaba mascarilla solo aquellos que iban al cuarto de aislamiento e interactuaban con el paciente. Con el transcurso de los días se fue intuyendo que su propagación extraordinaria podía tener que ver con las vías aéreas, así que empezaron a darnos mascarillas quirúrgicas a los que estábamos en puerta. Hasta que llegó un punto en el que todos llevábamos mascarillas en la urgencia, para entonces ya habían empezado a aflorar los primeros casos positivos entre los compañeros.

Del cuartito se había pasado a una sala. La sala cuatro de la urgencia pasó a ser la sala de los casos sospechosos. Había un equipo preparado para atender dichos casos en exclusividad. Cada vez eran más frecuentes los viajes al laboratorio para llevar las duquesas que contenían las muestras de posible covid. En la televisión las noticias sobre esta enfermedad originada en China copaba cada vez más tiempo en los informativos y las tertulias, lo mismo ocurrió con las redes sociales y los buscadores. Las noticias sobre el Covid 19 desplazaron a los demás temas, importaba todo aquello que tuviera que ver con el virus y su propagación por el mundo, lo que pasaba en los hospitales, en el trabajo, en los colegios...hasta que la OMS consideró que había que hablar de Pandemia mundial y nos dimos cuenta de que ya nada volvería a ser como antes.

Tengo muchas imágenes en mi cabeza, muchas, de esas que me impactaron sobremanera, de esas que no se borran ni aunque enfoques toda tu energía en hacerlo, lo sé porque lo he intentado, pero de vez en cuando aparecen y ahí está la lava del volcán, sus rugidos, su voracidad.  

Hace unos días llegó a casa un ramo de flores y un paquete lleno de sorpresas y de cariño. El ramo de flores era para mí, con gerberas, claveles, amaryllis… y la cajita era para mi hija, contenía una bolsita de aseo muy mona con rímel, agua micelar, loción especial para el cuidado del cabello,… cositas que para una adolescente en cierne formaba parte de sus mimos. Sus maravillosos tíos Alfredo y Gisela nos lo habían hecho llegar a través de una mensajera amiga. El motivo era porque mi hija estaba confinada y yo recién intervenida, nos enviaban cariño y nos ilusionó mucho la verdad. En ese momento yo le estaba dando vueltas a este texto, a que debía ponerme manos a la obra con él porque sentía que me iba a ayudar hacerlo, y no solo eso, sentía que podía ayudar a más gente. La cuestión era que no sabía exactamente por qué necesitaba escribirlo, bueno, sí lo sabía pero tal vez me daba miedo remover, y tampoco estaba segura de si eso iba a ser positivo para superar esa etapa, ni si quiera tenía la certeza de que fuera justo hacerlo. Aquel ramo de flores fue inspirador.

La analogía tampoco es que sea muy aclaradora, pero la imagen que me vino a la cabeza fue la de aquel paciente aislado en una habitación de aquella sala de la urgencia. Yo esperaba la entrada de la auxiliar, era el personal con el que trabajábamos mano a mano en el aseo de los pacientes, la TCAE, mi compañera había ido a coger unas esponjas para el lavado y yo entré antes, con mi epi, enfundada para protegerme a mí y a mi familia, me aseguré de que el paciente tenía bien colocado el oxígeno, estaba exhausto, se le veía que estaba haciendo un gran esfuerzo por continuar en esa lucha contra ese monstruo cobarde, en un acto reflejo acercó su mano a la mía, yo le cubrí su mano con mi otra mano y me acerqué a su oído, le dije que era un valiente, que no se rindiera, que luchara, que su familia lo estaba esperando, que él podía. Él podía, ella podía, tú podías, yo podía, nosotros podíamos… Miré su pulsera, y con mis manos enguantadas comprobé que tenía setenta años, apenas setenta años y estaba haciendo un esfuerzo increíble por seguir respirando. Entonces, no sé por qué, me vino a la cabeza su vida, sus luchas, todo lo que una persona de setenta años había tenido que hacer para seguir vivo y cuerdo hasta esa edad.  Todos formamos parte de ese ramo de flores, cuando ves que una se marchita el resto se pone a temblar. En la siguiente vuelta el señor dejó de respirar, había fallecido en apenas unas horas.

 

 

En busca del origen del dolor

2

 

    Quiero pensar que este escrito no solo me va a servir a mí, para soltar y liberar, también va a ayudar a otros, tal vez por eso me obligo de alguna manera a hacerlo, creo que muchos compañeros se sentirán identificados y mostrará una visión que ayudará a conformar esos escenarios que se dieron en pleno centro de batalla, o al menos en uno de ellos, el lado humano de los guerreros blancos. O a lo mejor no, y simplemente se convierte en un desahogo para mí, para nadie más, pero tengo derecho a ello, a gritar de alguna manera las imágenes imborrables, a ponerles voz, a la tremenda tristeza, al trauma por la impotencia, pero también al privilegio de haber estado ahí entregando energía y fuerza.

    Esta situación de estar presente y formar parte del equipo que contribuye a ese cuidado tan importante del paciente no solo se da o se ha dado en los casos de covid, en ese escenario bélico que fue para todos, pero no es lo mismo la normalidad que esta intensidad cargante y casi inasumible de personas afectadas por un virus desconocido, como lo fue entonces. Tengo tantas imágenes en mi cabeza, tantas: de miedos paralizantes, de luchadores incansables, de valientes arriesgados y entregados.

    Para mí siempre ha sido un privilegio trabajar en un hospital y lo fue desde el principio, antes de que llegara el Covid, desde el minuto uno en el que pisé la urgencia de un gran hospital como lo es el Hospital La Paz. Me sentía afortunada de estar presente por ejemplo en la recepción de un paciente que llegaba a la REA, y era precisamente porque podía ser testigo del gran equipo sanitario que se ocupaba de él. Recuerdo que mi estado era de puro nervio, y eso que en la escala de responsabilidades y toma de decisiones estaba en el escalón más bajo, yo participaba en la transferencia y movilización del paciente, no tenía más complejidad, es cierto que las transferencias no siempre eran fáciles, ni el traslado urgente a la UVI, siempre se me aceleraba el corazón al sentir que formaba parte de su atención aunque fuera poniendo un pequeño granito de arena. Y aunque era cierto que no tenía que hacer intervenciones complejas sobre el paciente mi intervención era esencial para facilitar la intervención del resto del equipo, y cada vez que estaba dentro de la REA me sentía privilegiada al ser testigo directo de la actuación de esos grandes guerreros y guerreras cuyas armas son el conocimiento y la humanidad.

 

A ver, estaba con el Covid, con el origen del trauma. Seguramente tuvo que ver con el miedo a lo desconocido. El ver los estragos que estaba causando, verlo y respirarlo. Sentir el miedo también en los mismos enfermos que iban sustituyendo a los pacientes de otras enfermedades, que habían sido relegadas a un segundo plano porque sencillamente este virus afectaba a toda la población de forma indiscriminada especialmente a las personas más vulnerables, personas mayores y con enfermedades previas, aunque el hecho de que cursara con gravedad no siempre estaba directamente relacionada con esos parámetros de vulnerabilidad.

Había que frenar como fuera a aquel monstruo invisible cuyas garras estrujaban los pulmones de los pacientes hasta dejarlos secos, muertos de pena, sin capacidad funcional. Este monstruo tenía otros síntomas que afectaban a la totalidad de las vías respiratorias, dolor de garganta, desaparición del gusto y del olfato, y también tenía efectos dermatológicos y musculares. Con el paso del tiempo iban apareciendo nuevos síntomas compatibles con el susodicho.

A cada persona le atacaba de una manera o de todas las posibles, cada organismo respondía de una u otra forma. Lo que quedó evidenciado fue que en las personas de mayor edad el efecto era demoledor, sus efectos se intensificaban, neumonías que se agravaban en cuestión de horas y que no respondían a ningún tratamiento.

Las salas de la urgencia se fueron llenando de pacientes covid, era tal la cantidad de afectados que llegaban con los síntomas compatibles con el virus que hubo que aprovechar al máximo el espacio disponible, duplicándose en algunos casos la cantidad de pacientes por sala. Después vendría la necesidad de acondicionar nuevos espacios para organizar a los pacientes por niveles de gravedad y según las necesidades de atención: los más urgentes, los que podían esperar…

Habría que cambiar la funcionalidad de los espacios como el gimnasio o la sala de espera de la urgencia que se convirtieron en salas de preingreso, o parte del parking de las ambulancias y vehículos especiales que tuvo que ser ocupada por una gran carpa que se convertiría en una nueva sala de espera de la urgencia.

Las imágenes impactaban, todas, hasta las que aparentemente podían serlo menos por la situación de los pacientes porque cuando estaban en sillones podía dar la sensación de que no estaban tan malitos como los pacientes encamados, sin embargo no siempre era así debido a la escasez de camas disponibles. Impactó ver el gimnasio convertido en una sala más, gigantesca, repleta de sillones vacíos que rápidamente se llenaron de pacientes, con la misma mirada asustada, con la incertidumbre, todos ellos con una bala de oxígeno colocada al lado del sillón, la mayoría tenía la saturación baja. Cuando se necesitaba más intensidad entonces se les ponía un reservorio y se colocaba a los pacientes en las zonas en las que había tomas de pared, generalmente cuando esto ocurría la gravedad se estaba abriendo paso en su evolución. Muchos empezaban con una gafitas de oxígeno y acababan necesitando un reservorio. Era muy duro. En el gimnasio se delimitaron las zonas. Los pacientes estaban en zona “sucia” y para interaccionar con los pacientes había que ponerse un EPI y al salir de la zona había que llevar a cabo todo un protocolo de desinfección para evitar que se expandiera más e impedir contagios entre el personal y otros pacientes.  El gimnasio era una especie de sala de pre-ingreso, conforme iban habiendo camas en planta se ingresaba a los pacientes. Las camas que se vaciaban no siempre eran altas ni éxitus, muchos eran traslados a los hoteles medicalizados cuando su estado había mejorado relativamente, o traslados al hospital de Cantoblanco cuando seguían necesitando cuidados pero los criterios médicos y de gestión decidían ese traslado hospitalario.

Fue una especie de explosión de pacientes absolutamente impactante, trataba de que mi miedo no se notara, camuflaba el miedo con frases normalizadoras. “¿Qué tal? Bueno, ya le han informado de que va a ingresar en planta. Cogemos sus papeles y nos vamos. Ingresa en la tercera de trauma.” Muchos te contaban sus historias por el camino. Intentaba que ese momento fuera lo más grato posible, les animaba mucho porque podía ver el miedo en su mirada. Recuerdo el caso de Manuel, me hablaba de cosas muy cotidianas al principio del traslado, que justo se había jubilado en febrero, que después de tantos años de trabajo por fin había llegado ese momento tan esperado, que quería disfrutar de su nieto, pero la pandemia lo envolvía todo, y que vaya faena con este virus, que qué iba a pasar ahora, que cuánto iba a durar aquello… Eran tantas las preguntas que todos nos hacíamos y que en aquel momento no tenían respuesta. Usted sea fuerte y piense en positivo, haga todo lo que puede hacer, y una de las cosas es luchar con fuerza mental y física, hasta donde pueda, hágalo por usted y su familia, que le está esperando. Entonces, no sé, surgía la emoción, tenía que contenerme emocionalmente porque pensaba en ellos, en el miedo, en su preocupación de saberlo ahí, en el hospital sin poder verlo, era como un ejército particular, me refiero a la familia, atenta a cualquier noticia, cualquier información, enviando energía positiva para todos, no solo para su familiar, también para nosotros, los que trabajábamos cara a cara con el virus, cada uno en su función.

Yo rezaba, a mí manera, enviando fuerza a los investigadores, para que dieran con una cura, con algo esperanzador, algo que nos iluminara con la esperanza de que al menos la gente no muriera como lo estaba haciendo.

He dicho con anterioridad que el propósito de este texto es que ayude de alguna manera a todos los que hemos vivido este proceso, que ayude a soltar, para aligerar el dolor, porque todavía duele, porque desde aquellos meses he pasado por momentos muy duros, momentos en los que anímicamente estaba hundida, atravesando túneles oscuros, y creo que una de las cosas que más me está afectando, en esos viajes de transiciones anímicas tienen que ver con aquella etapa.

 La primera vez que entré en una sala cien por cien covid, con casos de cierta gravedad, fue en la sala 1 de la urgencia, en ese momento ya se estaba implantando como medida de protección para el personal que atendía a esos pacientes la colocación de un EPI, y esa fue la primera vez que me puse un EPI completo, sin curso previo, tal era la urgencia y la necesidad, lo hice con la ayuda de otras compañeras a las que iba a ayudar en el aseo y movilización de los pacientes, casi tres horas con el EPI puesto, aquellas gafas eran insoportables para mí, sudaba y se empañaban las lentes, pero era cierto que por más mal que me sintiera aquellos pacientes estaban mil veces peor. Les cogía de la mano y les hablaba acercándome al oído, intentaba que les llegaran mensajes positivos: No te rindas, ánimo, tu familia está esperándote… Lo hacía mientras les movilizaba, eran unos luchadores, hombres y mujeres que se habían encontrado de frente con el dichoso virus.

 

Gestos

3

 

Para mí siempre ha sido un privilegio el poder poner mi granito de arena en el cuidado del paciente. Una mirada, un gesto, unas palabras que acompañaran a esa función de movilización, traslados, ingresos, higiene y acomodamiento del paciente. Privilegio al ejercer esa función de apoyo a los técnicos en el cuidado y atención de los pacientes, o a las enfermeras y médicos.

Un simple gesto de cariño puede suponer un cambio en el estado anímico del paciente, y ese pequeño cambio positivo puede empujar a la negatividad somatizada y sacarla del cuerpo. Nunca podemos olvidar que tratamos con personas. Agradezco tanto el ser testigo directo del buen hacer del personal sanitario. Sé que no siempre es así, pero por lo general sí lo es, y el paciente lo agradece. Hay muchas enfermeras, y médicos y TCAEs, a las que no les importa un derroche de palabras cariñosas, de gestos atentos, de escuchar al paciente con la máxima paciencia. Y siempre intentando transmitir la fuerza, esa que sus familiares querían que tuvieran. "Su familia está esperándole fuera, no pueden pasar para no contagiarse pero le están esperando. Luche, luche, luche…” Pero ese maldito virus… de una vuelta a otras les obligaba a luchar con toda la metralla, algunos no resistían los embates y en la siguiente ronda te los encontrabas fríos, ya mirándonos desde cierta distancia corpórea. Preguntándose cómo fue que un virus tan pequeño había sido capaz de acabar con un cuerpo que había logrado superar tantísimas batallas, tan gigantes como una guerra, una posguerra, un cáncer, e incluso que logró superar el dolor más grande, como lo es la pérdida de un hijo. Hasta ese momento el alma había logrado empujar al cuerpo a convivir con la diabetes, la tensión, o el asma. Hasta que ese bicho malo empezó a coparlo todo, a extenderse como una plaga apocalíptica.

El privilegio del cuidador. Supongo que eso es lo que me ocurría en la sala 3 de la urgencia, aquellos días de infierno en los que nos vimos inmersos en el terror más absoluto. Podíamos hacer algo por ellos, los pacientes mayores, septuagenarios, octogenarios, la mayoría, pero también por encima de los cuarenta, desorientados, perdidos en su malestar, podías cogerle la mano mientras estábamos aseándolos, contribuir a su bienestar dentro de su situación, ser transmisores de esperanza. La visión tenía que impresionar. Yo formaba parte del equipo de valientes, y me emocionaba constantemente al ser testigo directo de muchas actuaciones heroicas, en las que se priorizaba al paciente incluso sobre la integridad del propio médico, supongo que estaba por encima ese instinto de generosidad absoluto hacia el cuidado del enfermo, ocurrió en la sala 3 de la urgencia, el médico no llevaba puesto el EPI y se trataba de un caso claro de Covid aunque no estaba el resultado de la PCR, había que intervenir con urgencia, pidió el material esterilizado para poner una sonda al señor que estaba muy malito y tenía espasmos, yo intervine en la sujeción, y a pesar de las advertencias el médico procedió porque se requería una rápida intervención. Lo mismo se veía en la REA covid, cuando llegaba algún paciente tan malito que apenas había tiempo para prepararse.

Recuerdo aquel líquido rosa con el que lo rociábamos todo, el Virkon, nos rociábamos con él, rociábamos las ruedas de las camas que tenían que salir de la sala de la urgencia para ingresar en planta, o las ruedas de las sillas, nuestros zapatos, nuestros epis, era el gran desinfectante… pasados los meses se dejó de usar, nos enteramos de que era cancerígeno, no solo mataba al virus, y se comenzó a utilizar alcohol de 70 grados en lugar del virkon.

Las durísimas imágenes no eran exclusivas de los hospitales, en la televisión se pudo ver la famosa pista de hielo cubierta con féretros llenos de historias crueles procedentes de los mortuorios de los diferentes hospitales. Tal era el alcance de la tragedia, aquella imagen la veíamos todos los días en el mortuorio, estuvimos respirando dolor y virkon durante muchas semanas, utilizando sudarios todos los días, despidiendo cuerpos exhaustos y almas que nos acompañaban a la fuerza, preguntándose cómo era que su cuerpo había dejado de latir vida. Esas imágenes no se podían normalizar, no podían ser respiradas sin dejar una huella, no era posible que esas vivencias que tenían lugar en esas horas de trabajo pudieran ser canalizadas con normalidad en nuestro haber emocional. Claro que no estoy bien, ni yo ni ninguno de los que tuvo que vivir aquello: pacientes, sanitarios, personal hospitalario, familiares…esa huella de dolor está ahí, porque se hizo lo que se pudo hacer, lo que estaba en nuestra mano, pero esa sensación de satisfacción por un lado no borra la tragedia de las tantas pérdidas humanas y la impotencia de no haber podido hacer algo más que mandarles nuestra fuerza mental y espiritual cada vez que atendíamos a algún enfermo.

 

Agradecimiento

4

 

En medio de las historias tristes también pasaban cosas esperanzadoras, familias que se reencontraban en la habitación de un hospital, hermanos, matrimonios, personas que superaban el virus, que lograban sobrevivir, aunque tuvieran que arrastrar su huella y sufrir alguna secuela física, ya sabemos que la psicológica estará ahí, siempre presente, en ellos y en nosotros.

Por encima de aquellos hacinamientos que se produjeron en las salas de la urgencia se abrían paso los equipos médicos maravillosos, el ejército de enfermeras, tcaes, celadoras, limpiadoras, ambulancieros…con el apoyo inestimable de los auxiliares de atención al paciente, los de centralita. A mí me emocionaba cada gesto hermoso que veía procedente del personal, gestos a los que no estaban obligados pero que hacían que su trabajo alcanzara un nivel diez de humanidad. Seguramente también se cometieron errores, fallos, pero nunca conscientemente ni con mala fe.

Quiero dar las gracias a todos aquellos que estuvieron allí, en el campo de batalla, aquellos que se dejaron la piel para ayudar a los demás, aun a pesar del riesgo evidente, aun a pesar del dolor, quisieron ayudar y lo hicieron asumiendo el gran coste de la cordura y el equilibrio emocional.

Supongo que el tiempo ayudará a que esas huellas en el alma sean cada vez más ligeras, y que  poco a poco vayamos alcanzando cierto remanso de paz en nuestro corazón, tal vez sean necesarios unos cuantos escritos sanadores más.

 

Isolina Cerdá Casado

 

 

 

   

   

2 comentarios:

  1. Dos son la imágenes que jamás se borrarán de mi retina: la alineación de los sofás en el gimnasio (tú lo describes a la perfección) como una sala de cine, donde el espectador realmente es el protagonista de esa película de terror; con una bala de oxígeno como único partenaire, mirada perdida y respiración extenuante.
    La otra, las horas pasadas en el mortuorio. De uno se pasó a diez, a veinte, a... tantos... La UME llevándolos al palacio de hielo, convertido en una morgue estratosférica.
    Y, al llegar a casa, por la mañana, descargabas en el coche esa impotencia, ese sentimiento que nos ha desgarrado por dentro.
    No poder besar a mis nietas o visitar a mis padres octogenarios, quedará también grabado a fuego en esa vorágine imborrable.
    Gracias por ser nuestra voz.

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  2. Ay, querida, cuántos sentires tenemos y compartimos, mil imágenes que están ahí, pululando... Un besote grande compañera, y mil gracias por leerme!

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