domingo, 5 de diciembre de 2021

Como un carballo

    En verano, aquel día que viniste a vernos te vi muy bien, hablamos, nos acompañamos familiarmente en la sobremesa. Me sentía feliz de que estuvieras, de tenerte cerca...la pandemia había espaciado todavía más los encuentros, y la necesidad de mirarnos a los ojos era mucho mayor. Quién iba a pensar que ese día iba a ser el día en el que te iba a ver por última vez. Recuerdo que en la despedida te abracé fuerte, de esos abrazos que estrujan, sentí que te sorprendiste, no esperabas esa euforia cariñosa, pero me salió natural, creo que después de todo este tiempo de abrazos contenidos el impulso cariñoso es irrefrenable, nos desborda, lo necesitamos. Fue intenso pero fue el último. 

    Tu hijo no hacía más  que afearte el gesto horrible de morirte, "y ahora vas y te mueres", era incapaz de imaginar la vida sin ti, como si eso fuera algo que decide uno, tal vez una parte de ti ya se había ido con ella, normal que la otra parte se hubiera visto obligada a caminar aun a pesar de la gran ausencia. Es ley de vida, todos caminamos igualmente aunque nos falten trozos importantes sin los cuales parecía imposible seguir haciéndolo.

    Lloré, fue un llanto de desahogo porque nuevamente la vida se presentaba en su versión más cruda, y cuando te vi, cuando llegó ese momento en el que justo antes de enterrarte abrieron la caja y vi tu cuerpo inerte tuve la certeza de que ya no estabas en él, aquel cuerpo que te había tocado se había quedado sin tu luz, ya estabas en otro sitio, sí, posiblemente dentro de cada uno de los que te recordaremos con cariño, los que no nos olvidaremos nunca de tus gestos, de tus palabras, pocas, pero precisas. Y entonces recordaremos ese porte tuyo, esa mirada, que siguió guardando secretos hasta el final de su vida. Aquella infancia en medio del monte, envuelto en sueños de evasión temprana con el rocío de un licor café que adormecía el alma, con el frío de la sangre, con el sabor de un vino casero con olor a bodega fresca. 

    Eras el guapo de Laiantes de arriba, el apuesto gallego que llegó a Crevillente de rebote y se quedó por amor, feliz con su compañera de batallas, la dulce y maravillosa Conchi, con la que se enfrentó a duras batallas y afrontó nuevos proyectos, supongo que el Martin's fue el más recordado. Y allí te quedaste a descansar para siempre, se quedó el cuerpo, tú sigues aquí, en nosotros ya sabes, en nuestro corazón. No sé por qué me viene a la cabeza aquella foto, en la terraza de mi antiguo piso, tenías en tus hombros a mi hermana Mónica apenas debía tener un añito, ambos sonreíais, un instante maravilloso del que gracias a aquella fotografía yo fui testigo, un día reíste junto a ella, otro ángel. Puede decirse que estoy en una época poco inspiradora, con falta de impulso creativo, apenas escribo, y aunque quería escribirte he vuelto varias veces al texto y hoy, sentada en un sillón rojo, en medio de una marabunta de gente con impulsos consumistas navideños lo estoy haciendo, como algo que tenía pendiente, porque tú eres otro de los pilares de mi vida, uno de esos que siempre ha estado, aunque hablara poco, aunque en ocasiones diera la sensación de que eras como un carballo, como decía tu hijo, un roble duro, silencioso, frío, pero los que te queremos sabemos que estabas lleno de sueños de rocío gallego. Y agradezco ese último abrazo apretado, intenso al que de alguna manera me abocó la pandemia. Esta es una mala época, época gris, de tristeza navideña para todo aquel que ha dejado a alguien en el camino, de recuerdos difíciles de soportar por las ausencias, pero como tú hiciste y como hicieron todos, seguiremos adelante porque otros vienen detrás y también merecen vivir felices y crear así buenos recuerdos para un futuro esperanzador.

    

     


    


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