
Solamente eran tomates, ¿solo eran tomates? ¿de verdad lo dices? Sabes que no es cierto, lo sabes de sobra, pero es mejor que nadie lo sepa, sería muy peligroso. Estas piezas redondeadas aparentemente inofensivas guardan un secreto, tu secreto, aquello que sucedió cuando llevada por la seducción del momento, no pudiste reprimir el impulso, cogiste uno de ellos, sin más conflicto personal que el ya de por sí perennemente presente en tu mente y te lo llevaste a la boca, no importó que se tratase del más rojo y probablemente del que mayor aroma a auténtico tomate rezumara. Tú te lo zampaste sin ningún tipo de escrúpulos, tan solo lo enjuagaste un poco bajo el fresco chorro del grifo de la cocina. Incluso te permitiste el lujo de dejar que el agua corriera antes de ducharlo en ella, a tu tomate, al elegido, al poseedor de ese poder majestuoso e increíble. No podías contárselo a nadie, no debías, esas cosas no se pueden contar como si tal cosa. Lo sabías, lo sabes, no debes, no lo harás, ¿verdad? Aunque te hayas puesto a escribir como si tal cosa, aunque de alguna manera sepas que en cualquier momento la danza de los dedos irá hasta el secreto y lo contará, porque él tiene el poder de crear el cuento. Cuando tus dientes se hincaron en su piel tersa toda tu piel se erizó, fue una sensación que nunca habías sentido, normalmente la piel se te erizaba por frío, o incluso por un exceso de emoción, y normalmente percibías esa reacción en los brazos, pero con el tomate fue diferente. Te erizaste toda, desde el lóbulo de la oreja izquierda hasta la mismísima punta del dedo gordo. Aquello fue algo extraordinario. Dada tu tendencia asustadiza e hipocondríaca, le restaste importancia con la parte controladora de tu cerebro, pero la parte controlada, aparentemente por la razón, dio un salto llevada por la emoción. Pensaste que tal vez aquel tomate te había concedido algún poder, tal vez la tierra se había confabulado para que aquel "hincamiento" fuera el detonante de una capacidad extraordinaria que por fin la naturaleza te había concedido. A lo mejor podías volar, te tiraste de la mesa del comedor para comprobarlo, no, no podías volar, de ser así no te habrías hecho el moratón gigantesco en la rodilla al cargarte el carrito de muñecas de tu hija; o te habías vuelto hipersensible, no eso ya lo eras; o a lo mejor podías leer la mente, no esa capacidad ya la tenías gracias a tu mentalidad neurótica... ¿Qué sería? Pues estaba claro, el secreto era el ...

Era el amor del que los cultivaba... el que se ponía los pantalones amarillos para quitar la hierba y las cáscaras de pipa.

No, di la verdad. No te ensucies en aguas turbias, no permitas que los cubiertos se alíen contigo, eres alguien importante, tanto como lo es la taza contenedora o la azul que discretamente la acompaña. Estás perdida en tus hazañas creativas. Estás viva, ya está, eso es lo que importa.

Que no te cosan la boca, que nadie te impida hablar, y menos una anilla de calamar en pleno proceso de descongelación.
A veces tengo la sensación de que somos pasajeros del viento
Isolina Cerdá Casado